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Cortes actualmente reunidas, hemos venido en decretar y sancionar la siguiente Constitución de la Monarquía.» Aquí, como se ve, comparte el Rey la soberanía con la Nación y resulta el verdadero soberano. Como sancionó la Constitución, pudo dejar de sancionarla.

La cuestión, aun dentro de las monarquías hereditarias, no deja de ser importante. La nación que es soberana, puede por si alterar la sucesión á la Corona, determinar las dotes que hayan de reunir sus reyes, privarlos de más o menos amplios atributos. ¿Dejará, con todo, de tener en la familia reinante un limite á su poder y un peligro? Para los legisladores de Cádiz, Fernando VII era el Rey legitimo de España, y así lo declararon: les rasgó Fernando la Constitución y aun los persiguió á la vuelta de su destierro.

La Monarquía hereditaria y la soberanía nacional son incompatibles. No es soberana la nación que una familia gobierna por la gracia de Dios, ó sea por derecho propio. No hay ya en España, por esta razón, un solo partidario de la soberania nacional que esté por la Monarquia. Son aún monárquicos muchos de los antiguos progresistas; pero han abandonado con Sagasta su capital principio y aceptado el encabezamiento de la Constitución que nos rige. Los demás son republicanos.

Conviene ahora que nos fijemos en el principio. La Nación es soberana en el sentido de que no está sujeta á superiores poderes ni ajenas leyes; no en el de que sea señora y dueña de los distintos grupos que la componen. Puede y debe regir los intereses que à todos sean comunes, no los privativos de las regiones y los municipios. De ella deben emanar, no todos los poderes, como equivocadamente se dijo en la Constitución de 1869, sino los poderes nacionales.

No tienen aún este concepto de la soberanía nacional todos los republicanos, pero sí los federales, que aspiramos, más que á un simple cambio de forma de gobierno, á un cambio de sistema.

Deseosos los legisladores de Cádiz de sobreponer la Nación al Rey, adoptaron en realidad graves medidas. Las Cortes se habían de reunir por su propia autoridad el día 1.o de Marzo de todos los años. El Rey no podía, bajo pretexto alguno, impedir que se reuniesen. Tampoco disolverlas ni suspenderlas. Tampoco perturbarlas de modo alguno en las sesiones que celebraran. A los que para tales actos le aconsejasen ó ayudasen, se los había de perseguir como traidores. Tenía el Rey el veto, mas sólo el veto suspensivo. Dos veces podía oponerlo, no la tercera. Las Cortes tenian, además, una vida permanente. Al separarse, dejaban una comisión de siete individuos que debía velar por la observancia de la Constitución y las leyes, y convocar á Cortes extraordinarias, si por acaso vacase la Corona, ó se inhabilitase el Monarca, ó el Monarca se propusiese resolver graves

crisis ó negocios arduos.

No se ha ido tan allá en los posteriores tiempos. En todas las sucesivas Constituciones se ha otorgado al Rey el derecho de convocar, suspender y disolver las Cortes; en todas, más o menos explícitamente, el veto. Se los ha limitado; mas

no por esto han tenido las Cortes más segura vida. Según la Constitución de 1869, habían de estar reunidas cuatro meses al año, y el Rey no podía suspenderlas por sí más de una vez en cada legislatura; según la de 1876, de acuerdo con la de 1869, no cabe que el Rey las disuelva sin que convoque y reuna otras dentro de tres meses. Raras han sido, no obstante las Cortes que han llegado al término legal de su existencia. En honor de la verdad, hemos de decir que nunca fueron más frecuentes las suspensiones ni las disoluciones que bajo la Constitución de 1869.

De la diputación permanente se ha prescindido en todas las Constituciones. La hubo al disolverse la Asamblea nacional de 1873 y al suspender sus trabajos las Cortes Constituyentes de 1869; mas no por ningún precepto constitucional, sino por acuerdos ordinarios de las mismas Cortes.

En nuestra opinión, acertaron los legisladores de Cádiz. Los poderes todos han de tener vida propia y permanente, y no depender el uno del otro.

Decidiéronse los diputados de Cádiz por una sola Cámara, y tampoco en esto los han seguido sus más liberales sucesores. Ya en el Estatuto Real de 1834 se creaba un Estamento de Próceres y un Estamento de Procuradores del Reino. En la Constitución de 1837 se estableció un Congreso y un Senado; y un Congreso y un Senado continúan constituyendo las Cortes. No se atrevieron á suprimir el Senado ni aun los demócratas de 1869.

¿Quién ha tenido razón? Bajo el régimen unitario en que vivimos, la tuvieron, á nuestro entender, los diputados de Cádiz. Abolida lo distinción de castas y de clases, era, á no dudarlo, ilógico distribuir el Poder legislativo en dos cuerpos, uno popular y otro aristocrático. ¿Habían de ser populares los dos y proceder de un mismo origen, como sucedía en la Constitución de 1837? La existencia de los dos cuerpos resultaba entonces más inexplicable.

Hoy el Senado es una mezcla de las tres aristocracias: la de la sangre, la de la ciencia y la del dinero. ¿De qué sirve? De nada. Cede aún más que el Congreso á los antojos de los ministros. Pasa por las resoluciones todas de la otra Cámara, como el Gobierno se lo exija. Carece de toda importancia: está completamente eclipsado por el Congreso.

Los que abogamos por el sistema federal queremos el Senado, pero con origen y fin distintos de los de la otra Cámara. En nuestro sistema, el Congreso representa la Nación, y el Senado las regiones: el Congreso nace del sufragio de todos los españoles, y el Senado del voto de las asambleas regionales: el Congreso legisla, y el Senado vela porque no se menoscabe con las nuevas leyes la autonomía de la región ni la del municipio.

Los legisladores de Cádiz otorgaron el derecho electoral á todos los ciudadanos, es decir, á todos los españoles vecinos de cualquier pueblo que estuviesen en el pleno goce de la libertad civil, tuviesen empleo, oficio ó modo de vivir conocido y no perteneciesen al servicio doméstico. Sólo para después del año 1830 lo limitaron á los que conociesen la lectura y la escritura. Decidiéronse, empero,

por la elección indirecta. Habían de nombrar los ciudadanos de cada parroquia determinado número de electores; los electores de parroquias, electores de partido; los electores de partido, electores de provincia y los electores de provincia, á los diputados à Cortes, á los que habían de conferir poder en forma, prometiendo tener por válido y obedecer y cumplir cuanto con arreglo á la Constitución éstos resolviesen. Era lato el círculo de los electores, pero no tanto el de los elegibles. No podían ser diputados sino los que hubiesen nacido en la provincia ó llevasen cuando menos en ella siete años de residencia, y además disfrutasen de renta procedente de bienes propios. Se había de elegir un diputado por cada 70,000 almas y proceder cada dos años á nuevas elecciones. Sin mediar una diputación, no era reelegible ningún representante.

La elección indirecta no fué viable: acabó con la misma Constitución de Cádiz. Tampoco lo fué la irreelegibilidad de los diputados: se la derogó ya en el Estatuto. Sólo en el Estatuto revivió la necesidad de que los candidatos llevasen tiempo de residencia en la provincia. Subsistió en cambio, desde el año 1869, la condición de la renta para sentarse en el Congreso. Pareció pronto corta la duración del cargo; se la amplió primero á tres años, después á cinco. Rebajóse por otro lado la proposición entre representantes y representados: se elige ahora un representante por cada 40,000 almas. Una innovación grande prevaleció en la Constitución de 1837 y continuó en las posteriores: se cerró las puertas del Congreso á los eclesiásticos.

Lo vergonzoso es que murió también el sufragio universal con la Constitución de Cádiz. Lo derogaron las Cortes progresistas de 1837, y no osaron restablecerlo en su nonnata Constitución las de 1854, con haber abogado calurosamente por él los diputados demócratas. Revivió luego el sufragio universal, volvió á morir en 1876, y hasta hace poco más de diez años no renació de sus cenizas. Por fortuna ha merecido hoy la aceptación de los conservadores: ¿será realmente sólida su reconquista?

Miraron los legisladores de 1812 por la seguridad y la independencia de los diputados y los hicieron inviolables por sus opiniones; dispusieron que se les juzgara por el Tribunal de Cortes en las causas criminales que se les abriera; prohibieron que durante las sesiones y treinta días después se les demandara civilmente ni se les ejecutara por deudas; les vedaron la petición de todo empleo de nombramiento real, y aún la de todo ascenso que no fuese de escala, lo mismo para si que para cualquiera otra persona; y sólo un año después de su diputación les consintieron que obtuviesen para sí ó solicitasen para otros pensiones y condecoraciones.

De todas estas garantías ha subsistido principalmente la de la inviolabilidad. Hoy, como entonces, es inviolable por sus opiniones el diputado. Se le puede demandar civilmente, pero nó procesarle sin la previa resolución del Congreso. Lo que no hay ya, ni hubo después de la Constitución de Cádiz, es Tribunal de Cortes que le juzgue.

Respecto á la admisión y solicitud de empleos, el cambio ha sido notable. Por la Constitución de Cádiz, se vedaba en absoluto al diputado que los admitiera ni aún los solicitara; por las demás Constituciones se le ha exigido sólo que opte entre el empleo y el cargo. Por la Constitución de Cádiz, se le impedía aún la petición de destinos y honores para terceras personas; por las demás, se le ha permitido y permite. Por la Constitución de Cádiz, se admitía en las Cortes á todo empleado que hubiese merecido los votos del pueblo; posteriormente, se ha establecido ciertas incompatibilidades.

Hoy no puede haber en el Congreso más de cuarenta funcionarios públicos. Hoy la diputación es compatible sólo con los destinos civiles y militares de residencia fija en Madrid y de un sueldo que no baje de 12,500 pesetas al año; con el de presidente, fiscal y presidente de Sala de la Audiencia de esta Corte; con el de rector y catedrático de número de esta Universidad; con el de inspector de ingenieros y los que aquí desempeñen los oficiales generales del ejército y la armada.

Son pocas aún, á juicio de muchos, las incompatibilidades. Quisiéramos nosotros incompatibles con todo empleo público, aun con los meramente honoríficos, así la diputación como la senaduria; y hay ya quien pretende, en nuestra opinión, no sin justicia, que se las declare incompatibles aun con los destinos de consejero de administración que hay en las grandes compañías anónimas, sobre todo en las de ferrocarriles.

La corrupción parlamentaria es hoy tan grande, que son ya poco menos que insuficientes todas las medidas precatorias. Convendría, á no dudarlo, restablecer la prohibición de solicitar para otros condecoraciones y empleos. Principalmente por habérsela derogado, suele ser hoy la diputación agencia de destinos; hombres de poco ó ningún valer se erigen en dueños y señores de sus distritos, cuando nó de sus provincias; y la España toda vive bajo el más vergonzoso caciquismo. Las facultades concedidas á las Cortes por la Constitución de Cádiz, difieren poco de las de ahora: proponer y decretar leyes; interpretarlas y derogarlas siempre que sea necesario; fijar todos los años las fuerzas de mar y tierra; los gastos de la Administración y las contribuciones; examinar las cuentas del Estado; tomar sobre el crédito de la Nación caudales á préstamo; aprobar, antes que se los ratifique, los tratados de alianza ofensiva, los de subsidios y los de comercio; determinar la ley de la moneda, y conocer, por fin, de todo lo relativo á la sucesión de la Corona. Entre las facultades privativas de aquella Constitución, hallamos tan sólo la de aprobar el repartimiento de las contribuciones entre las provincias, la de promover y fomentar toda especie de industrias, la de aprobar los reglamentos generales de sanidad y policía y la de proteger la libertad política de la imprenta.

Concedieron, por otro lado, al Rey, los legisladores de Cádiz, las facultades siguientes: sancionar, promulgar y ejecutar las leyes, expedir los decretos y las instrucciones que para hacerlas cumplir considerara convenientes, cuidar de que

en todo el Reino se administrara pronta justicia, proveer todos los empleos, otorgar toda clase de honores, indultar á los delincuentes, dirigir las relaciones diplomáticas, disponer de los ejércitos de mar y tierra y distribuirlos como más y mejor conviniese, declarar la guerra y hacer la paz, conceder ó negar el pase á las bulas pontificias, procurar la acuñación de la moneda, nombrar y separar libremente á los ministros y proponer á las Cortes las reformas que al bien de la Nación condujeran.

Estas atribuciones, como ve el lector, tampoco difieren de las que hoy otorga al Rey la Constitución del Estado. Así en las del Rey como en las de las Cortes, preciso es confesar que no ha habido, en los ochenta y nueve años que este epilogo abraza, notable progreso ni notable retroceso, como se prescinda de la absoluta prohibición de convocar, suspender y disolver las Cortes, que al Rey impusieron los legisladores de Cádiz. Referímonos, entiéndase bien, sólo á los períodos constitucionales.

Aun las facultades que para las Cortes figuran sólo en la Constitución de Cádiz, son generalmente de escasa monta. La de mayor importancia política es la que hacía á las Cortes escudo de la libertad de imprenta; la de mayor importancia económica, la que se refería á la remoción de los obstáculos que impidiesen el desarrollo de la industria.

Es, con todo, de advertir, que la Constitución de Cádiz ponía á las atribuciones del Rey un no despreciable correctivo. Creaba un Consejo de Estado, cuyos cuarenta vocales, propuestos en terna por las Cortes y elegidos por la Corona, no podían ser removidos sin causa seguida ante el Supremo Tribunal de Justicia. Debía el Rey oir el dictamen de este Consejo antes de resolver asuntos que gravemente afectaran á la gobernación del Reino. Debía, sobre todo, oirlo antes de dar ó negar la sanción á las leyes, hacer tratados internacionales y declarar la guerra.

Por sí y ante sí ha podido después el Rey declarar la guerra á las demás naciones. Goza aún hoy de esa facultad terrible. ¿Se explica fácilmente que tal suceda? Somos tan enemigos y temerosos de la guerra, que no nos atreveríamos nosotros como republicanos á confiar exclusivamente al que, haya de presidir la República la dirección de las relaciones diplomáticas; antes querriamos que la compartiese con el Senado. Podría de otra manera el Presidente comprometer, por impremeditadas negociaciones, la suerte de la Nación y poner al Congreso en el caso de haber de optar entre la guerra ó la deshonra.

Otra garantia dieron contra el poder real los hombres de Cádiz, y ésta ha sub

sistido

en todas las Constituciones: la necesidad de venir refrendada toda disposición del Rey por un ministro.

Grandes reformas hicieron también aquellos sesudos legisladores en la administración de justicia. Dispusieron que ningún español pudiera ser juzgado, ni en las causas criminales ni en las civiles, sino por el tribunal que hubiesen declarado competente anteriores leyes. Dejaron libre en todo lo civil el juicio de árbi

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