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tros. Hicieron indispensable el acto previo de conciliación aun en las causas de injuria. Exigieron para prender á los ciudadanos información sumaria del hecho penable y mandamiento judicial por escrito. Ordenaron que dentro de las veinticuatro horas se comunicase al presunto reo la causa de la prisión y el nombre del acusador, si lo hubiere. Facilitaron la excarcelación bajo fianza. Quisieron que se dispusieran las cárceles de modo que asegurasen y no molestasen á los presos. Prohibieron que se les pusiese por motivo alguno en calabozos subterráneos y malsanos. Abolieron la confiscación de bienes y cualquiera otra pena que trascendiese á la familia del delincuente. Dejaron á las futuras Cortes la conveniencia del Jurado, ó sea la distinción de jueces de hecho y de derecho.

Establecieron toda una jerarquía judicial: crearon los jueces de partido y un tribunal supremo que había de juzgar á los ministros acusados por las Cortes; conocer de todos los asuntos contenciosos del Real Patronato; dirimir las cuestiones de jurisdicción entre las Audiencias y resolver todos los recursos de nulidad que se interpusiese, ya contra los fallos que éstas hubiesen proferido, ya contra los de los tribunales eclesiásticos. A las Audiencias sometieron los recursos de vista y de revista.

Declararon inamovibles á los magistrados y los jueces. Les hicieron en cambio responsables de la inobservancia de las leyes de procedimientos, y entregaron á la acción popular á los que hubiesen prevaricado ó se hubiesen hecho accesibles al soborno.

Decretaron la unidad de fuero, bien que salvando por de pronto el de los militares y los sacerdotes; la unidad de Códigos, bien que con las variaciones que por circunstancias particulares pudieran hacer las Cortes.

¿Cabía pedir más á los hombres de 1812? Sesenta años transcurrieron sin que se instituyese el Jurado. Se le instituyó el año 1872, se le derogó el 1875 y no se le restableció hasta el 1888. La responsabilidad de los magistrados y los jueces es todavía poco menos que ilusoria. La hacen tal el antejuicio que se exige y el hecho de no poderla reclamar sino después de terminados por sentencia firme la causa ó el pleito en que la infracción se haya cometido. Sólo cuando el juez ó el tribunal se hayan negado á juzgar, por insuficiencia ó silencio de la ley, se permite reclamarla antes. La unidad de fuero no se la consiguió hasta el año 1868. Corresponden hoy todavía á los tribunales eclesiásticos las cuestiones de matrimonio, y á los de guerra, no sólo los delitos de militares que la ley civil no exceptúa, sino también los que con relación á la milicia cometan los demás ciudadanos. La inamovilidad judicial existe, pero más aún de nombre que de hecho.

A la unidad de Códigos se ha ido también con calma. El primer Código de Comercio es del año 1830; el primer Código Penal, del año 1848; la primera Ley de Enjuiciamiento Civil, del año 1855; la primera Ley de Enjuiciamiento Criminal, del año 1872. Todas estas leyes y códigos fueron, desde su promulgación, comunes á todos los españoles. Púsose mano en 1843 á un Código Civil, se la publicó como proyecto en 1851, y después de muchas y graves reformas se la decretó

en 1889; pero no rige sino en las provincias que antes se gobernaban por las leyes de Castilla. En las Islas Baleares, en Cataluña, en Navarra, en Vizcaya, sirve solamente de derecho supletorio; en Aragón es aplicable sólo en lo que no ataque al fuero. No lo han querido aceptar las regiones aforadas, que tienen establecidas sobre bases diversas de las del resto del país la propiedad y la familia; y no es, á la verdad, de presumir que más tarde lo admitan, atendido el creciente predominio de las ideas federales. El federalismo otorga á las regiones el derecho de legislar, y lo que las aforadas desean es corregir por sí mismas, con arreglo á sus particulares opiniones jurídicas, sus antiguas leyes. Racional es el deseo, y quizá más conducente de lo que muchos creen á la unidad de Códigos. Previeron ya nuestros hombres de Cádiz la dificultad de conseguirla, al consignar que se debía realizarla sin perjuicio de las variaciones que se creyera oportunas.

De lo por esos legisladores decretado, tal vez lo que haya sufrido más variación sea el enjuiciamiento. La jerarquía judicial es en el fondo la misma. Subsiste aún aquel Tribunal Supremo con que reemplazaron, en lo que á juicios civiles se refería, el antiguo y abigarrado Consejo de Castilla. Lo que ya no hay son los recursos de nulidad ni las tres instancias. Se prefiere hoy la instancia única. Adoptada la tenemos ya en las causas, y es de presumir que se la adopte á no tardar en los pleitos. Con este objeto se trata de substituir por tribunales de partido los jueces de primera instancia. Contra el fallo único no se está sino por el recurso de casación, mucho más amplio que el de nulidad y el de injusticia notoria. Se quiere la instancia única y el juicio oral y público.

Respecto á cárceles, ¡cuán estériles fueron los conatos de aquellos filantrópicos legisladores! Medianas no hay doce en todo el Reino. Son casi todas las demás lugares material y moralmente infectos que nos avergüenzan á los ojos de las otras naciones. En ninguna hay la debida clasificación de presos; en todas se inflige extrajudiciales castigos cuando no se ejerce terribles venganzas. En molestar más que en asegurar se piensa. Se explota inicuamente á los detenidos, y en la celular de Madrid se empieza por torturarlos con un casi absoluto aislamiento. De todo corazón aborrecemos estas prisiones: no pueden descansar sino en la absurda creencia de que es la sociedad la que pervierte al individuo. No hablaremos de los establecimientos penales, ya que ni siquiera los menciona la Constitución que examinamos: bastará decir que corren parejas con las cárceles.

No faltan, con todo, aspiraciones á grandes reformas. Se quiere gratuita la justicia, breves y rápidos los procedimientos, inmediatos y públicos los fallos, consecutiva á la infracción la responsabilidad de los magistrados y los jueces, suprimido aún en las cuestiones matrimoniales el fuero eclesiástico, reducido el de guerra á los delitos militares que por militares se cometan, abolida en absoluto la pena de muerte, separados en la cárcel y en el presidio los delincuentes politicos de los comunes, los autores de delitos graves de los de delitos menos graves ó leves, y los que por primera vez delinquieron de los reincidentes y los contumaces. Se quiere que se establezca en las posesiones de la Oceanía colonias penitencia

rias, y en éstas, como en los presidios y las cárceles, un régimen que, lejos de deprimir, vigorice y levante la conciencia y la dignidad de los penados. Nosotros queremos, además, la libre legislación civil para las regiones.

En Hacienda, ordenaron los legisladores de Cádiz la presentación anual de los presupuestos de gastos é ingresos, la dación y publicación de cuentas, la creación de una contaduría mayor que las examinara, el establecimiento de una tesoreria central de la que dependiesen las de las provincias. Gasto que no tuviese la autorización de las Cortes, dispusieron que no se admitiese en descargo del Tesoro. Quisieron que las contribuciones fuesen proporcionadas á los gastos presupuestos, y mandaron que se las repartiese sin excepción ni privilegio alguno entre todos los españoles, según las facultades que cada uno tuviese. El reparto individual lo dejaron á los ayuntamientos; el provincial, al ministro de Hacienda, que, como antes he dicho, habia de someterlo á la aprobación de las Cortes.

Limitaron para lo futuro las aduanas á las fronteras y los puertos, y encargaron particularmente à las Cortes la progresiva extinción de la deuda pública y el pago de los intereses, con arbitrios que se guardase en una caja especial con absoluta independencia del Tesoro.

Esa caja especial no existe. Los intereses y la amortización de la deuda van embebidos en las obligaciones generales del Estado. Se ha pretendido extinguirlo con el producto de los bienes nacionales, pero inútilmente; á semejanza del árbol que se poda, cuanto más se lo ha cercenado, tanto más ha crecido. La causa es notoria. No se ha conseguido aún la nivelación de los presupuestos, es decir, la ecuación que aquellos hombres querían entre los gastos y los tributos. El desnivel ha conducido naturalmente al préstamo, el préstamo al aumento de la deuda, el aumento de la deuda al de los gastos, el de los gastos al mayor déficit. ¡Qué ventura si hoy cupiese abrir la caja especial de arbitrios! Desgraciadamente es tarde; ha desaparecido ya, con notable pérdida para el Tesoro, aquella enorme masa de bienes con que un tiempo supo alimentarla.

La presentación anual de los presupuestos, la de las cuentas generales, las tesorerías de Madrid y de provincias, el modo de repartir las contribuciones, la prohibición de satisfacer créditos que no estén autorizados por las Cortes, todo esto subsiste, bien que no con la regularidad debida. Lo que no subsiste, da vergüenza decirlo, es la igualidad ante el impuesto. Hay aún provincias que no cubren los cargos públicos á proporción de su riqueza. La Iglesia no sufre todavia descuento. La Corona sigue exenta de toda reducción de sueldo y de todo tributo. Las compañias de ferrocarriles no pagan por sus estaciones. Los inumerables rentistas del Estado cobran integras sus rentas. Los empleados militares no pagan lo que los civiles. ¡Oh vilipendio! ¡Oh mengua! ¿Qué dirían aquellos hombres si del sepulcro se levantaran? Eran enemigos de los privilegios, hasta el punto de haber prohibido explicitamente al Rey que los concediera á personas ni corpo

raciones.

Aduanas no las hay realmente sino en los puertos de mar y en las fronteras;

pero hay zonas fiscales. La contribución de consumos ha venido, por otra parte, á crear una manera de aduana en todos los pueblos.

Tienden hoy todos los partidos republicanos á mejorar ese orden de cosas. Los federales están, desde luego, decididos á no perdonar medio de nivelar y transformar los presupuestos, con el fin de que se pueda beneficiar todos los elementos de riqueza y cerrar definitivamente el libro de la deuda. Nos permite nuestro sistema realizar grandes economías, principalmente en la cobranza de las contribuciones y las rentas, y no las dejaran de hacer, pese á quien pese y gima el que gima. Tanto ó más enemigos del privilegio que los legisladores de Cádiz, no han de consentir que ni un solo español deje de contribuir á las cargas en proporción de su fortuna. Tampoco ningún extranjero que aquí haya fijado su domicilio.

En enanto al ejército y la armada, fueron las Cortes de Cádiz poco innovadoras. Declararon obligatorio para todos los españoles el servicio de las armas. Pusieron á cargo del Poder legislativo, no sólo determinar todos los años las fuerzas que exigiese la conservación de la paz y del orden, sino también fijar el modo de levantar las tropas de tierra y dictar las oportunas ordenanzas. Decretaron la creación de escuelas militares. Dejaron en pie, aunque cambiándoles el nombre, aquellas famosas milicias provinciales que tanto encarecía Federico de Prusia. Permitieron que en caso de necesidad las utilizara el Rey dentro de la provincia, no fuera, como las Cortes no se lo consintiesen.

Cumplido está de sobra todo lo que aquellos legisladores dispusieron. Fijan anualmente las Cortes las fuerzas de mar y tierra. Hay escuelas militares. Tenemos, nó unas ordenanzas, sino todo un Código militar con su Ley de Enjuiciamiento. Es general y obligatorio el servicio, y entran en el ejército todos los españoles en cuanto cumplen los 19 años. Hay varias reservås: una de ellas constituída por las milicias provinciales.

No dieron aquéllos leyes para el reemplazo, y ha prevalecido el sorteo. Los jóvenes que sacan el número más bajo pasan al ejército activo; los demás quedan en la condición de reclutas disponibles. Eximense, sin embargo, del servicio activo los que pagan al Estado mil y quinientas pesetas.

La democracia abogó un tiempo por la abolición de las quintas, aun la de los ejércitos permanentes. Se deja hoy llevar algún tanto de las corrientes de guerra que hay por desgracia en Europa; pero nó en los federales, que hoy como ayer están por un reducido ejército voluntario que baste á garantir la libertad de los ciudadanos y el orden público y pueda mañana servir de núcleo á mayores fuerzas, y sólo para los casos en que peligren la independencia ó la honra de la Naaceptan el servicio forzoso. Aborrecen de todo corazón la guerra y, con el

ción

fin de evitarla, proponen la federación de las naciones y el general desarme; no están ni pueden estar porque se continue invirtiendo en gastos bélicos los centenares de millones que con tanto imperio y tanta justicia reclama el desarrollo de la agricultura y la industria. Si tanto se teme futuras complicaciones, ¿hay más

que incluir en la enseñanza el manejo de las armas y adoptar el tiro nacional de los suizos?

Interesáronse también los legisladores de Cádiz por la instrucción pública. Quisieron que hubiese en todos los pueblos escuelas primarias, y en la Nación el competente número de universidades y los demás establecimientos que se considerase necesarios para la difusión de las ciencias, la literatura y las artes, ordenando que se crease una Dirección general de estudios.

Encargaron á las futuras Cortes la formación de los convenientes planos y es

tatutos.

Previnieron que se enseñase en todas las escuelas primarias el catecismo; pero un catecismo que llevara por apéndice una exposición de las obligaciones civiles. En las universidades y los demás institutos literarios, prescribieron que se explicase la Constitución política de la Monarquía.

Con haber transcurrido ochenta y nueve años, no vienen aún incluidas en la instrucción general nociones de derecho civil ni de derecho político. En ninguna escuela se explica la Constitución; en todas el catecismo de Ripalda. Donde no hay ya religiosidad, queda la hipocresía.

Distamos de tener escuelas en todos los pueblos; acomodadas á las exigencias de la higiene y los adelantos de la pedagogia las poseen en cortisimo número aun los pueblos de importancia. Da grima ver las de este mismo Madrid, capital del Reino.

En lo que hemos complacido á los hombres de Cádiz, es en los estudios superiores. Tenemos en cada provincia por lo menos un Instituto de segunda enseñanza, en cada región una Universidad, en Madrid y algunas ciudades escuelas de Agricultura, de Industria y de Comercio; en Madrid, escuelas de Arquitectura, de Puentes y Calzadas, de Montes, de Minas, de Pintura y Escultura, etc., etc. Para nosotros debiera ser de preferente atención la primera enseñanza; tanto, que, á pesar de nuestro sistema, nos inclinamos á conceder al Estado el derecho de obligar á los municipios á que la establezcan, y aun el de subvenirla con sus fondos donde los del municipio no basten. Hay que procurar, ante todo, la cultura general, y no es lícito prescindir de medio alguno para conseguirla.

No estamos por los institutos. Estamos más bien porque se amplie la primera enseñanza y se generalice en las escuelas de artes y oficios la de las ciencias de aplicación al trabajo. Por el trabajo viven y se engrandecen las naciones; por nuestra falta de trabajo, sobre todo de trabajo inteligente, vivimos en la pobreza. No combatimos las universidades, - de presumir es, que cada región quiera conservar la suya, mas, ¿por qué habriamos de callar que preferimos las es

cuelas especiales?

No ignoramos que para las reformas que proponemos se necesita grandes recursos. Los hallaríamos en la supresión de gastos improductivos y en la de obligaciones que en manera alguna incumben al Estado. ¿No es vergonzoso que sólo en la lista civil se gaste hoy más que en la enseñanza?

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