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En la organización de las provincias y los pueblos adoptaron franca y decididamente los legisladores de Cádiz el régimen unitario. Se les atribuyó tendencias federales; mas, si las tuvieron, no las dejaron ver en la obra que examinamos. Quisieron una diputación en cada provincia, y un ayuntamiento en cada municipio; pero uno y otro bajo la presidencia de un jefe politico de nombramiento del Rey. A falta del jefe politico estatuyeron que fuese presidida la diputación por el intendente, el ayuntamiento por el alcalde. Al alcalde lo hicieron, con todo, de elección popular, lo mismo que á los regidores y al procurador síndico. También á los vocales de la diputación, salvo el intendente. Adoptaron para uno otro cuerpos la elección indirecta, y declararon inmediatamente irreelegibles los cargos; irreelegibles é incompatibles con todo empleo de real nombramiento. Impusieron, por fin, como condición de elegibilidad, la residencia.

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A los ayuntamientos les confiaron sólo la administración de los intereses locales; á las diputaciones, la de los intereses provinciales y la vigilancia sobre el cumplimiento de la Constitución y la cobranza y el uso de las rentas públicas. De los abusos que en éstas notasen, exigieron que las diputaciones diesen parte al Gobierno; de las infracciones que de aquéllas viesen, parte á las Cortes. Sin la aprobación de la Cortes no consintieron, que diputaciones ni ayuntamientos estableciesen nuevos arbitrios. Otorgaron al Rey el derecho de suspender por abuso de facultades á las diputaciones, dando conocimiento al Poder legislativo de las causas porque lo ejerciese, y á los ayuntamientos los obligaron á vivir bajo la inspección de las diputaciones, á las que debían rendir anualmente cuenta de la recaudación é inversión de los caudales públicos.

Hicieron permanentes las corporaciones municipales; intermitentes las provinciales. Las provinciales no habían de celebrar al año más de noventa sesiones. En el fondo difieren poco de estas disposiciones la actual Constitución y las actuales leyes. Hay una diputación en cada provincia y un ayuntamiento en cada municipio; uno y otra bajo la férula de un gobernador civil que el Rey nombra á propuesta del Consejo de ministros. Para ser del ayuntamiento, como para ser de la diputación, se exige la residencia. Los concejales son inmediatamente irreelegibles en pueblos que excedan de 6,000 almas. No cabe á la vez formar parte de las dos corporaciones. Son incompatibles uno y otro cargo con el de diputado á Cortes y también con el de todo empleo público.

La dependencia en que están del gobernador, así las diputaciones como los ayuntamientos, es estrechísima. Al gobernador han de someter sus presupuestos y sus cuentas; á la aprobación del gobernador pasar los arbitrios que de nuevo establezcan; al gobernador abrir sus libros de contabilidad, sus documentos de justificación, su archivo y sus arcas. Por el gobernador pueden ser suspendidos sus acuerdos y aun su propia existencia. Bajo la presidencia del gobernador han de deliberar cuando asista á sus sesiones.

Unos y otros cuerpos tienen, además, minuciosamente consignadas en leyes comunes sus facultades. Facultades todas de mera administración; ninguna de

carácter político. Aun entre las administrativas las hay reservadas á los gobernadores. A ellos incumbe la represión de los actos contrarios á la moral y la decencia, el cumplimiento de las reglas de sanidad é higiene, y aun el permiso para los espectáculos.

Los únicos adelantos hasta aquí hechos, ha sido el establecimiento de la elección directa para diputados, y concejales los sucesores de los que aquella revolución hicieron.

Este orden de cosas no es durable. Se ha estudiado atentamente el desarrollo de la humanidad, y se ha visto que los pueblos no se prestaron nunca á constituir grupos superiores sino con el objeto de impedir la guerra y regular las relaciones que de pueblo á pueblo, como de individuo á individuo, engendra la división del trabajo y el consiguiente cambio de productos. La ingerencia de las provincias en el organismo interior de los pueblos, y la de las naciones en el de las provincias, han aparecido desde entonces como una manifiesta violación del derecho. De aquí el sistemo federal, que tiene por base la autonomía de las regiones y de los municipios. De las regiones, decimos, para que se entienda que hablamos aquí, nó de las provincias modernas, creaciones arbitrarias de la Administración, sino de las antiguas, en otros siglos casi todas reinos.

Este principio de la autonomia va sin cesar ganando fuerzas. Lo llevan incrustado en sus cerebros los mismos conservadores, cada día más convencidos de cuán imposible es mantener por mucho tiempo los municipios y las provincias en la actual servidumbre. No lo entienden todavia de igual manera todos los republicanos; pero todos lo invocan.

Cuando nó la razón, la necesidad política nos llevará á realizarlo. Merced al actual régimen unitario, provincias enteras han perdido toda iniciativa y lo esperan todo del favor de los Gobiernos. Los más de los pueblos viven en lamentable atonia, y aun las villas y las ciudades más activas y prósperas ven á cada paso contenidos sus alientos por la depresiva acción del Estado. Omnipotente el poder central, todo lo avasalla y lo corrompe. Por la intervención y la autoridad de sus gobernadores abate con frecuencia á los que no se doblan á sus antojos. Hace fácilmente de brutos hombres y aun ídolos, á fuerza de venderles la administración y la justicia; falsea por este medio la voluntad de los comicios, amaña las Cortes, y hace imposibles lo mismo el régimen parlamentario que el meramente representativo.

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Por tan funesto sistema hemos venido á la vergonzosa situación politica y la dificil situación económica en que nos encontramos, situación bajo la Monarquía, sin esperanza de arreglo.

En derechos y garantías individuales se quedaron cortos los legisladores de Cádiz. Apenas hicieron más que garantir, como se ha dicho, la libertad politica de la imprenta, y prohibir que sin mandamiento de juez se prendiera á los ciudadanos. Prohibieron también que se allanase la morada de los españoles, pero sólo en los casos en que para el buen orden y la seguridad del Estado no lo considerasen preciso las leyes.

Hoy, sobre la libertad de imprenta, hay la de reunirse, la de asociarse para todos los fines de la vida humana, y la de dirigir individual ó colectivamente peticiones á las autoridades, al Rey y las Cortes. Hoy, á la inviolabilidad del domise añade la de la correspondencia.

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Se

está, con todo, lejos del suspirado término. La correspondencia se la viola

harto frecuentemente en averiguación de reales ó supuestas conspiraciones. El

domicilio se lo allana no menos frecuentemente, cubriendo antes ó después las formas. Las asociaciones y las reuniones pueden ser suspendidas por los gobernadores y los alcaldes. La prensa vive bajo la amenaza de ciertos artículos del Código que permite interpretar violentamente la jurisprudencia del Tribunal Supremo. Gozamos realmente de libertad, pero, más que por las leyes, por la tolerancia de los Gobiernos. Para que se la consolide, es indispensable que los ciudadanos adquieran el hábito de usarla, y los poderes públicos el de respetarla. Fáltanos ahora decir la manera como trataron aquellos grandes legisladores las colonias, y la amplitud que dieron á las funciones y los fines del Estado. No hicieron, pásmese el lector, diferencia alguna entre los habitantes de Ultramar y los de la Península. Los confundieron á todos bajo el nombre de ciudadanos de España, y les otorgaron iguales derechos é igual representación en las Cortes. Temieron que aquí no se postergase á los diputados ultramarinos, y les señalaron tres puestos en la diputación permanente, y cuando menos doce en el Consejo de Estado.

El Estado no lo concibieron, por fin, aquellos hombres como una institución meramente destinada á mantener el orden, garantir los derechos del individuo y defender contra los extranjeros la vida y la independencia de la Patria; entendieron que debía también procurar la ventura de los ciudadanos. El fin de toda sociedad política, dijeron, no es otro que el bienestar de los individuos que la componen. Pusieron por esta razón, entre las facultades de las Cortes, la de fomentar toda especie de trabajo, y entre los servicios de los ayuntamientos y las diputaciones de provincia el de promover la Agricultura, el Comercio, la Industria y cuanto pudiera ser útil y beneficioso á los pueblos, encargando particularmente á las diputaciones la protección de los autores de descubrimientos.

Estamos aqui también con aquellos inmortales legisladores. El fin social del Estado lo reconocen después de todo, por sus obras, los mismos que lo niegan. No mantendrían de otra manera hospitales ni otros institutos de beneficencia. No acudirían en auxilio de los que pierden su hacienda por las inundaciones ó los terremotos. No se desvivirían por atajar el camino á la peste ni por sanear las poblaciones. No construirían caminos y canales. No coronarian de aduanas las fronteras. No abrirían escuelas ni templos. No habrían transformado la propiedad desamortizándola y desvinculándola. No habrian reducido el canon de los censos ni la cuantía de los laudemios. No se preocuparían con la suerte de los huérfanos, á quienes escudan hoy por el tutor, el protutor y el Consejo de familia.

El Estado, en todos tiempos, ha sido á la vez social y político. Se irá de día en

día socializando por la lucha del capital y el trabajo. Se peleó hasta aquí por la libertad, y se pelea ahora por la igualdad, segundo término de la divina triada que concibió y escribió con sangre el genio de la Revolución francesa. Que le plazca ó no, deberá el Estado sentar las bases de nuestros Códigos.

Demos aqui punto á nuestras observaciones. Pálido y corto parecerá este trabajo á los que estimen en mucho la obra de los hombres de Cádiz; sobradamente largo á los que la miran como una simple copia de ajenas constituciones. La de Cádiz es mucho más española de lo que se imaginan; principalmente por serlo, adolece de vicios que no hemos podido ni debido pasar en silencio. Aunque no lo fuera, deberíamos aplaudirla y bendecirla: ha sido la iniciadora y la guía de todo nuestro desarrollo político, y en muchas cuestiones el alfa y la omega. Por sus propios artículos era reformable, circunstancia de que carece la que hoy nos rige.

Por decreto de 18 de Marzo declararon las Cortes excluídos de la sucesión de la Corona de España, á los Infantes Don Francisco de Paula y Doña María Luisa, Reina viuda de Etruria, hermanos del Rey. A falta del Infante Don Carlos Maria y su descendencia legitima, debía entrar á suceder la Infanta Doña Carlota Joaquina, Princesa del Brasil y su descendencia también legitima; y á falta de ésta, la Infanta Doña María Isabel, Princesa heredera de las Dos Sicilias. Quedaba también excluída de la sucesión al Trono la Archiduquesa de Austria, Doña María Luisa, hija de Francisco, Emperador de Austria, y su descendencia. Fué poderoso móvil de esta conducta de las Cortes, la aspiración de reunir nuevamente, por intereses de familia, las Coronas de España y Portugal.

Para la fiesta de la promulgación del Código fundamental del Estado, se señaló la fecha del 19 de Marzo, aniversario de la renuncia de Carlos IV en su hijo Fernando.

En el dia señalado juraron la Constitución, en el salón de Cortes, la Regencia y los diputados, que asistieron después, en la iglesia del Carmen, à un solemne Te-Deum. Por la tarde de aquel día, se promulgó la Constitución, que fué celebrada con diversos regocijos populares.

Continuaron luego las Cortes su tarea; clasificaron los negocios correspondientes á los siete secretarios del Despacho; proveyeron à la formación del Tribunal Supremo, cuyos individuos habían de ser nombrados á propuesta en terna, hecha por el Consejo de Estado à la Regencia, entre personas que reuniesen determinadas cualidades; suprimieron los Consejos de Castilla, de Indias y de Hacienda, encomendando al Tribunal Supremo la terminación de los negocios contenciosos en ellos pendientes; suprimieron también el Consejo de Ordenes, creando en su lugar un tribunal especial de negocios religiosos de las órdenes militares; mandaron nombrar é instalar ayuntamientos constitucionales y proceder al nombramiento de diputaciones provinciales en las provincias existentes (6 de Abril á 23 de Mayo).

De acuerdo con lo prescrito en la propia Constitución, sobre que hubiera cada año Cortes ordinarias, propusieron los que más deseaban verlas cerradas, la disolución de las Constituyentes. Propuso entonces, con excelente acuerdo, la comisión de Constitución, que se convocara á Cortes ordinarias para 1813; pero sin disolver las actuales hasta la reunión de las nuevas.

Debían, á juicio de la comisión, las nuevas, reunirse, nó en 1.o de Marzo, como la Constitución prevenia, sino en 1.o de Octubre, para dar así tiempo á que pudieran acudir los diputados de las provincias de Ultramar.

Tras larga discusión, fué aprobada esta propuesta y convocadas para 1813 las Cortes ordinarias, el 23 de Mayo, expidiéndose con el oportuno decreto instrucciones para la celebración de Juntas electorales de parroquia, de partido y de provincia.

Un desagradable incidente estuvo por entonces à punto de ocasionar un serio

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contratiempo á los liberales. Al amparo de la libertad de imprenta discutian con calor y no siempre con prudencia los periódicos, ya defensores, ya enemigos del nuevo orden de cosas.

El Semanario patriótico, El Comercio, El Tribuno, y otros liberales mantenían agrias polémicas con El Diario mercantil, El Censor y El Procurador de la Nación y del Rey, conservadores.

Alternaba con estos periódicos en la lucha entre el pasado y el presente, la aparición de folletos, como las Cartas del filósofo rancio, El tomista en las Cortes, y La inquisición sin máscara.

Contestación á uno de estos folletos, titulado El Diccionario manual, tradicionalista, fué el Diccionario critico burlesco, obra del bibliotecario de las Cortes, don

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