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recibiría diariamente un peso, y el que se presentase sin caballo ni armas, medio.

La arenga produjo el efecto que Hidalgo deseaba. Prorrumpió la multitud en mueras al Gobierno y vivas à la independencia, y el grito de Dolores señaló el principio de una lucha encarnizada que habia de durar muchos años.

A seiscientos ascendieron los hombres que se unieron aquel día á la revolución. El armamento de aquella muchedumbre era desigual y extraño. Con lanzas estaban armados unos, con fusiles ó espadas otros, con hoces, palas ó picos los de acá, con simples palos y piedras otros muchos.

Allende é Hidalgo se dirigieron con su extraño ejército á San Miguel el Grande, ciudad cercana.

Esperaban que allí se les unirían muchos entusiastas. Allende confiaba en sublevar el regimiento de dragones de la Reina, que guarnecía la población y del que era, como Aldama, capitán.

Antes de llegar á San Miguel alcanzó el ejército revolucionario notable aumento. La gente de los campos corría á engrosar sus filas. Llegó al anochecer á San Miguel. Los seiscientos hombres se habían convertido en 5,000.

No era sólo Hidalgo un jefe militar, un buen guerrillero; era, además, un hombre hábil que sabía aprovechar para su causa todo lo que podía favorecerle. Al pasar por Atotonilco tuvo una idea ingeniosa para dar á la revolución una bandera simpática al fanatismo de la época. Sacó de la sacristia del santuario un cuadro que representaba la Virgen de Guadalupe, muy venerada por todos los indios de Méjico. Pendiente la imagen de una pica, fué, desde aquel instante, la enseña de muchos miles de revolucionarios.

San Miguel no ofreció resistencia. Presos los españales que allí había, se les reunió á los procedentes de Dolores. Uniéronse á los revolucionarios las tropas de la guarnición. Substituyóse todas las autoridades.

¿Diremos que la multitud cometió algunos desmanes? Es difícil contener, en casos parecidos, á los ejércitos más disciplinados. Los revolucionarios cometieron en San Miguel algunos. Hidalgo y los demás jefes contuvieron con rapidez el desorden. No puede negarse que se condujeron honradamente.

Dos días después salieron para Celaya. Cuando á Celaya llegaron, los cinco mil hombres habían aumentado hasta veinte mil.

El éxito de los revolucionarios indica cuán popular era el movimiento y cómo respondía á un estado de opinión á que no pueden regatearse justas causas.

Intimó Hidalgo la rendición de Celaya, advirtiendo que, si se hacía fuego contra su gente, mandaría en el acto degollar los setenta y ocho europeos que conducía presos.

Celaya no opuso resistencia, ni podía oponerla: contaba sólo por toda defensa con dos compañías del regimiento provincial, que para mayor apuro de la población, se pasaron á los insurrectos.

En Celaya no fué posible á Hidalgo evitar, como en San Miguel, el saqueo. Cuando el ejército desfilaba sonó un tiro. Este fué el pretexto y la señal para el desorden. El saqueo duró varias horas.

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En la iglesia del Carmen habían, antes de huir, depositado los españoles cuantiosas sumas de dinero.

Incautóse de ellas la tropa.

En la misma iglesia se celebró una Junta de jefes que nombró á Hidalgo capitán general y teniente general á Allende. De Celaya salió el ejército independiente el 23 de Septiembre y se encaminó á Guanajuato.

Cuando comprendió el virrey Venegas toda la extensión y trascendencia del movimiento revolucionario, circuló por todo el virreinato una proclama, exhortando á todos los habitantes à mantenerse fieles á la metrópoli y amenazando de lo contrario con enérgicas medidas de represión. Puso, á los pocos días á precio la libertad y la vida de los jefes revolucionarios y ofreció diez mil pesos á los que entregasen muertos ó vivos á Allende, Aldama ó Hidalgo.

Al tiempo que estas conminaciones y ofrecimientos, dictó Venegas otras medidas que habían de ser de mayor eficacia. Publicó el decreto de la Regencia declarando libres de tributos á los indios; creó en Méjico tres batallones de vecinos con el nombre de «Patriotas distinguidos de Fernando VII»; hizo pasar á la capital á la marinería de la fragata en que había hecho el viaje; envió tropas al interior, organizando columnas con los regimientos que en Méjico había, y situó en Querétaro una fuerte guarnición que, al mando de don Manuel de Flon, debía obrar de acuerdo con la brigada que mandaba en San Luis don Félix Calleja.

Ni con todo esto se contentó Venegas. El hecho de que figurasen en la revolución militares, le alarmó sobremanera; pero no le alarmó menos el carácter eclesiástico de Hidalgo. Contra él azuzó al clero. Los obispos de Michoacán, Guadalajara y Oaxaca, lanzaron contra los partidarios de la independencia su excomunión y la Inquisición declaró á Hidalgo hereje, ordenó su comparecencia y conminó con las más rigurosas penas espirituales á los que de cualquier manera cooperasen al movimiento, así fuese encubriendo á sus favorecedores ó manteniendo con Hidalgo correspondencia.

Dejamos al ejército independiente camino de Guanajuato. El intendente Riaño se preparó á la defensa. Desconfiaba de parte de la población, compuesta de mineros, y aunque levantó trincheras en las calles, concentró todos los cuidados de la defensa en el edificio de la Alhóndiga de Granaditas.

Debía desconfiar de los mineros. Había de ser gente dispuesta á la insurrección, gente revolucionaria. ¿Y cómo no, si pertenecían á la categoria de los que sufrían, á la categoría de los explotados, de los que arrastraban vida de privaciones y desventuras?

Entre tropa y paisanos pudo encerrar en la Alhóndiga hasta seiscientos hombres. Y á la misma Alhóndiga, y adivinándolo desde luego último baluarte, fueron trasladados los caudales reales y municipales, y allí mismo depositaron los suyos las familias pudientes. Reunióse allí entre dinero, alhajas y una buena cantidad de azogue de la Real Hacienda, hasta unos tres millones de pesos.

Llegaron Hidalgo y su gente á la vista de Guanajuato el 28 de Septiembre. Llevaba Hidalgo 25,000 hombres á los que se unieron cuatrocientos presos de las cárceles, puestos en libertad y, como temía Riaño, los mineros de la población.

El mismo 28 intimó Hidalgo la rendición. Rechazóla Riaño y la Alhóndiga fué rodeada por las numerosas fuerzas revolucionarias.

Dura fué la resistencia de los españoles. El propio Riaño halló de un balazo la

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muerte en la refriega. Los actos de heroismo fueron muchos. ¡Qué habían de poder seiscientos hombres contra las fuerzas de Hidalgo! Duraba el sitio y el fuego muchas horas y la muerte mermaba sin cesar unas y otras filas, cuando, ya muerto Riaño y sin dar ni tiempo para substituirle, un minero, cubriendose con una losa, se acercó á la puerta de la Alhóndiga, la untó de aceite y brea y la prendió fuego. Precipitáronse impetuosamente en el edificio los sitiadores, y el combate se trabó entonces cuerpo á cuerpo y la sangre fué á raudales derramada.

La muerte del mayor de las fuerzas defensoras, Berzabal, dió fin á la lucha, aunque no desgraciadamente á la carnicería, pues los revolucionarios vencedores, que habían perdido en la refriega más de 2,500 hombres, se entregaron al saqueo y la matanza. Ni el sexo ni la edad hallaron conmiseración.

No pararon aqui siquiera los desmanes de los revolucionarios. Durante aquella infausta noche, no contentos con haberse apoderado de los valores depositados en la Alhóndiga, derribaron á ha-chazos las puertas de las casas de los españoles y las saquearon. Coronaron los revolucionarios su victoria con todo género de excesos. Los licores depositados en almacenes y tiendas fueron apurados y terminó, dice un historiador, «la cruenta tragedia en desenfrenada é inmunda bacanal ».

Sucesos son estos muy de lamentar; pero por desgracia frecuentes en guerras y revueltas, cuando la venganza y el odio desatan las pasiones.

Hidalgo no las reprimió en el primer instante. ¿Hubiera podido? Raro es el general que se haya sentido con fuerzas para impedir, en los primeros instantes, que aquellos á quienes llevó á desafiar la muerte, cometan, cuando la embriaguez de un triunfo costoso las perturba, desmanes y tropelías..

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Dos días después publicó Hidalgo un bando severísimo en que conminaba con la pena de muerte á los saqueadores. Nombró entonces también nuevas autoridades para el gobierno de la ciudad, arbitró recursos para su ejército y estableció una fundición de cañones y una fábrica de moneda en que acuñar la plata de que en barras se había apoderado en la Alhóndiga.

Cerca de 50,000 mil hombres llevaba ya cuando, en 8 de Octubre, salió de Guanajuato.

Encaminóse á Valladolid. Dicese que el obispo Abad Queipo, excitó sin resultado á los españoles á la resistencia. Hidalgo entró sin obstáculo en Valladolid y obtuvo del canónigo don Mariano Escandón, gobernador interino de la diócesis, que le levantara la excomunión que sobre él pesaba. Detalle era éste para Hidalgo importante, más como político que como sacerdote.

Incorporó allí á su ejército el jefe revolucionario, dos batallones del regimiento provincial, ocho compañías levantadas en la ciudad y el regimiento de dragones de Patzcuaro. Reunió además setecientos mil pesos, nombró, como en Guanajuato, nuevas autoridades y salió para Méjico (19 de Octubre).

Cuando llegó Hidalgo á Acámbaro, pasó revista á su ejército. Ascendía ya á 80,000 hombres. Dividiólo en regimientos de á 1,000 hombres cada uno y convocó á Junta de oficiales. Fueron aquí nombrados: Hidalgo, generalisimo; Allende, capitán general; tenientes generales, otros, entre ellos Aldama; y mariscales de campo, Martínez y Ocón. Todos vistieron el traje de su empleo (1).

Algo muy extraño sucedió después. Parecia ya inevitable el ataque de Méjico los revolucionarios. Lo pareció todavía más después de la batalla del Monte de las Cruces, ganada por éstos.

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Había el virrey hecho salir, en dirección de Toluca, 2,000 hombres á las órdenes del teniente coronel don Torcuato Trujillo. En el monte llamado de las Cruces, fué Trujillo atacado por los revolucionarios en la mañana del 30 de Octubre. Mandó por los insurrectos la columna de ataque, Abasolo. Aunque logró Trujillo alguna ventaja al principio de la acción, fué luego completamente derrotado y hubo de retirarse á la capital, donde entró acompañado sólo de cincuenta hombres, entre oficiales y soldados.

Asustado Venegas, tomó con premura medidas de defensa. Contaba para la defensa de la capital con 3,000 hombres, entre tropa y voluntarios; para reforzar esta fuerza ordenó á Calleja que apresurase su marcha desde Querétaro, llamó al regimiento de Toluca, á la sazón en Puebla, y envió á Veracruz al capitán de navío, Porlier, para que reuniese las tripulaciones de los buques allí fondeados y las condujera á Méjico.

¿Podía para Venegas ni ser dudosa la inminente acometida de los revolucionarios?

(1) Hidalgo se puso casaca azul con collarín, vueltas y solapas encarnadas con bordados de oro y plata, tahali negro, también bordado, y en el pecho una placa de oro con la imagen de la Virgen de Guadalupe.

Los revolucionarios, sin embargo, en vez de avanzar hacia Méjico, retrocedieron hacia Toluca. Grande fué la alegría en Méjico cuando, en 2 de Noviembre, se supo tal noticia.

Del disgusto que á algunos de los jefes insurrectos produjo tan extraña conducta, parecen partir las desavenencias que en adelante reinaron entre Hidalgo y Allende.

Realmente, la extraña decisión de Hidalgo produjo los peores efectos. Por de pronto, determinó muchas deserciones.

Calleja había entretanto logrado reunir á sus órdenes 5,000 jinetes y 2,000 infantes. En Dolores se le había unido la división mandada por Flou. Contaba Ca1leja con doce cañones.

Caminaba en dirección á Méjico cuando, al llegar al pueblo de San Jerónimo de Aculco, se halló con las huestes de Hidalgo, fuertes de 40,000 hombres, aunque mal armados. Acometiólas Calleja y las derrotó sin gran trabajo, pues, espantados por el fuego de la artillería, huyeron los revolucionarios desde los primeros momentos. En poder de Calleja quedaron todos los cañones que llevaba Hidalgo, algunos cientos de fusiles, banderas, ganado y diez y seis coches de generales. Cien revolucionarios quedaron muertos en el campo de batalla, seiscientos fueron hechos prisioneros. Había entre éstos veintiséis soldados pasados al enemigo. Por orden de Calleja se les quintó. Fusilados cinco, se condenó á los restantes á diez años de presidio.

Encaminóse Hidalgo á Valladolid y Allende á Guanajuato. Es preciso convenir en que la ocasión escogida no era la más oportuna para esta separación. Calleja se retiró á Querétaro.

Cundía al mismo tiempo la insurrección: Nueva Galicia, San Luis, Zacatecas y las provincias internas de Oriente se habían declarado por la revolución. En la Intendencia de Méjico aparecían atrevidos guerrilleros.

Sabedor Calleja de la separación de Hidalgo y Allende, fuese contra éste hacia Guanajuato. Tras rudos combates, logró Calleja, en la mañana del 25 de Noviembre, penetrar en la ciudad.

Apenas había salido de ella con su oficialidad Allende, á instigación de un platero negro, llamado Lino, fué la Alhóndiga de Granaditas teatro de una nueva horripilante tragedia.

Hizo creer Lino al pueblo, que los españoles, ayudados por los presos en la Alhóndiga, pasarían á cuchillo á todos los habitantes de Guanajuato. Alborotado el pueblo, invadió la Alhóndiga y sacrificó ciento treinta y ocho personas que halló en ella. Sólo escaparon los que consiguieron esconderse en algunas bodegas.

Indignado Calleja, mandó, al entrar en la ciudad, tocar á degüello. Suspendió luego la orden; pero publicó un bando terrible á consecuencia del cual fueron aquel día fusiladas treinta personas y ahorcadas, en los dos siguientes, otras treinta y dos.

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