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valientes generales, jefes y oficiales de ese ejército; á sus heroicos y sufridos soldados, y, por fin, á los leales y valerosos elementos insulares que han peleado bajo nuestras banderas, bajo las banderas españolas, que han significado siempre en el archipiélago filipino el amparo de la paz y el fomento de todos los intereses legítimos, materiales, morales y religiosos. >

Hallábanse en Filipinas los barcos de guerra Don Juan de Austria, Castilla, Manila, Cebu, Marqués del Duero, Hulano y General Lezo. A ellos dispuso el Gobierno que se agregaran los cruceros de 7,000 toneladas Vizcaya y Oquendo.

Crucero Castilla.

El 4 de Mayo envió Blanco otro telegrama, en el que decía:

<Regreso de Mindanao, y ante todo saludo afectuosamente á V. E. y el gobierno. He dejado territorio Lanao completamente tranquilo, habiéndose presentado 57 régulos hasta fin de Abril. No queda en armas ninguna ranchería, y son pocas las que no están ya sometidas como prueba de adhesión á España.

Llegué acompañado de 23 sultanes y dattos de aquella comarca, que en estos momentos contemplan, admirados, las bellezas de esta capital.

Las lanchas llegaron el 30 á Iligan; se están descargando. Ocúpome enviar aquel puerto y Marahuit todos los medios para conducción y armamentos; empresa difícil, pues hay que transportar 250 toneladas de peso á una altura de 730 metros y ocho leguas distancia.

He dispuesto la vuelta á sus hogares de voluntarios Zamboanga, Cottabato y

Misanis, y la incorporación á sus tercios de 500 guardias civiles que formaban parte ejército operaciones. - BLANCO.>

Multiplicáronse con esto los entusiasmos y felicitaciones. Sagasta propuso y el Gobierno y el Congreso acordaron el envío de un mensaje de gratitud al gene

FILIPINAS- Autoridades igorrotes.

ral, y en Consejo de Ministros decidió

el ascenso á capitán general del Marqués de Peña Plata.

Algunos meses después, el 13 de Septiembre, el propio general Blanco enviaba noticias menos agradables.

Recibido, decía, en este momento noticia de la sublevación del destacamento de Tataan, en el archipiélago de Joló, dando muerte al comandante militar y escapando después con ruta á las costas de Bermeo. Salgo á bordo del crucero Castilla, para el lugar del suceso. En Joló no ocurre otra nove. dad. BLANCO..

Ni unas ni otras de estas noticias eran, sin embargo, lo que más nos interesaba de lo que pasaba en Filipinas

Latía allí hacía mucho tiempo el espíritu de independencia.

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El crecimiento de las relaciones comerciales, la lectura de libros transportadores del moderno derecho, los viajes de muchos filipinos por las naciones de Europa, sus visitas entre esas naciones, á la misma España, y en fin, el distinto trato que aquí y allí recibían, había ido des pertando ideales nuevos y fortaleciendo el sentimiento de la propia dignidad.

En un artículo, publicado en 1886 por el contralmirante Montojo, se registra así el cambio de costumbres de los indígenas, cambio en que adivina el menos avisado la evolución del espíritu filipino.

Han transcurrido ya treinta y seis años desde que por primera vez fuí al Archipiélago descubierto por Magallanes.

Aún no había sido cortado el istmo de Suez.

Los viajes a Manila se hacían, generalmente, partiendo de Cádiz en buques de vela, empleando en la navegación seis meses, poco más o menos.

Era la tarde del 5 de Diciembre de 1860. Después de desembarcar por el arsenal de Cavite, me hallaba con varios compañeros en el istmo que separa la ciudad de los pueblos de San Roque, Caridad, la Estanzuela y Cañacao.

Por la Puerta Vaga (Nueva) salían en tropel los operarios del Arsenal y las cigarreras de la Fábrica de tabacos del Estado.

Los primeros, al pasar por nuestro lado, saludaban respetuosos.

Las mujeres, indias las más, y algunas mestizas, marchaban, moviendo acompasadamente los brazos, con arrogante apostura, el pelo negro suelto y flo. tante por su espalda, dejando á su paso un perfume acre de tabaco y aceite de coco rancio.

Sus ojos negros nos miraban provocativos; una sonrisa un tanto burlona entreabría sus labios, y en toda su actitud parecían demostrar que conocían el dominio que podían ejercer sobre nosotros.

Su falda de algodón de vivos colores, imperando el rojo y amarillo á franjas; su talle ceñido por el tapis de seda obscura; su camisa de piña transparente, que apeñas llegaba á la cintura, dejando ver sus mal cubiertas formas al levantarse á impulsos del aire en movimiento; todo en ellas era incitante, á pesar de su color atezado y de la poca regularidad de sus facciones.

Hombres y mujeres dejaban oir un monótono chancleteo mientras hablaban con animación en el idioma tagalog, mezclando palabras y aun frases enteras de mal castellano.

De repente, el tañido de la campana de la iglesia de Puerta Vaga llamaba á los fieles à la oración de Angelus.

Como movidos por un resorte, se detienen todos; cesan las conversaciones y las risas; vuelven sus rostros y dirigen sus miradas al templo; se persignan rápidamente y rezan con recogimiento por breves instantes.

De nuevo emprenden su marcha con mayor algazara que antes, y se pierden á lo lejos, dise minándose por las calles de San Roque.>

* **

Volví á Manila veintisiete años después.
Me hallaba en Cavite, en el mismo paraje

citado arriba, una tarde de Mayo de 1887.

Por la Puerta Vaga iban saliendo los operarios del Arsenal, pero apenas saludaba al pasar uno que otro. Ya no se advertía en ellos aquel aire respetuoso antiguo; en cambio, un recelo hipócrita se retrataba en sus semblantes.

Las alegres y voluptuosas cigarreras habían desaparecido de aquella animada escena.

La Fábrica ya no existía.

El tañido de la campana llama á la oración,

FILIPINAS-Labrador indio.

como siempre; pero aquel presuroso y automático recogimiento, aquella religiosidad sencilla no se ven ya.

Con el transcurso de los años habíase verificado una honda perturbación en las costumbres y en el modo de ser de los naturales de Filipinas.

Montojo se entregaba luego á amargas reflexiones, en las que no siempre se mostraba justo. El patriota, en su viejo concepto, ahogaba al razonador.

< Reformas imprudentes y prematuras, decía, habían hecho creer al indio que era tanto como el castila, olvidando todos los beneficios que debía á la suave do· minación española, que lo había libertado de la odiosa esclavitud del malayo mahometano y de la tiranía del insaciable chino.

Antes pagaba dócilmente el tributo, sin sospechar que fuese impuesto en su aplicación, por el concepto de raza y de dominio..

Después, la cédula personal, la participación de cargos y destinos en que no había pensado, le hicieron ambicionar aún mayores ventajas.

El Japón, entretanto, aceptando los usos, la civilización y la política europeos, invitaba á los filipinos, al parecer, con su ejemplo, á sacudir un yugo que ya se consideraba ominoso.

En la sombra de los clubs y en el misterio de las logias, la raza mestiza, que odia al blanco al par que desprecia al indio, se vale, sin embargo, de éste como de un auxiliar indispensable para obtener la independencia.

En otros tiempos era considerado el castila como un padre cariñoso.

Hoy es para muchos un huésped molesto.

Restituir las islas en su antiguo estado sería un absurdo.

Procurar el remedio es posible. Hacen falta tacto y discreción para elegir: energía para castigar y moralidad para administrar.

Sobran muchos empleados sin patriotismo, ávidos y poco escrupulosos, que desacreditan el nombre español. »

Sin proponérselo quizá, señalaba Montojo, ya tarde por cierto, el mal y su remedio.

De ninguna pluma pudo salir más severo reproche á nuestra conducta que de ese párrafo en que se presenta como una causa del deseo de los filipinos de sacudir nuestro yugo, el ejemplo del Japón aceptando los usos, la civilización y la política europea.

Es decir, todo eso faltaba en Filipinas. Después de esa confesión ¿cómo extra. ñar que todo eso fuese ambicionado por los filipinos, cuando además, según el mismo Montojo, nos faltaba tacto y moralidad?

Un autor nada sospechoso, por patriota á la antigua usanza y gran amigo y defensor de los frailes, verdaderos amos del archipiélago, don Manuel Sastrón, se esfuerza por demostrar que vivían los filipinos en el mejor de los mundos. Ha de remontarse para encarecer los beneficios que los filipinos debían á España, á la época ya remota de su conquista.

Es claro que del estado semisalvaje al de los filipinos del siglo XIX, ha de hallarse notable diferencia y es evidente que de las supersticiones primitivas á la católica, también resulta alguna ventaja para ésta; pero ¿ni llegamos siquiera

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á civilizar en tres siglos y medio todo el archipiélago? Ahí están para responder á esta pregunta las campañas con que se envanecieron los últimos capitanes generales que allí enviamos.

Más de tres siglos necesitamos para llevarles mermadas nuestras legislaciones penal y civil.

Hasta los Juzgados de paz, dice el señor Sastrón, que les llevamos en 1885. Del reclutamiento voluntario del ejército indígena, pretende deducir otro mé. rito. ¿No ve que esa fué una medida política para asegurar el dominio? Un ejército numeroso y forzoso indígena, hubiera sido un constante peligro allí, porque hubiera podido volver sus armas contra nosotros y traído aquí, porque al volver á su país no era fácil que dejase de comprender las diferencias de uno y otro régimen y de ser cuando menos, semilla de rebelión que hubiera precipitado nues. tra caída.

En cuanto á los tributos, es verdad que rendían poco á las arcas públicas; pero nadie desconoce lo rápidamente que se enriquecían nuestros empleados ni la acumulación de capital logrado por las comunidades religiosas.

Comercio lo había; pero en manos extranjeras en su mayor parte; 33 millones de pesos de exportación por 28 de importación, son la mayor prueba de nuestra falta de espíritu comercial (1).

¿Instrucción? Una universidad en todo el Archipiélago, y en cada diócesis un

seminario conciliar.

Esto fue todo lo que hicimos en tres siglos por la enseñanza superior.

Y aún dice el señor Sastrón, para alabar nuestra generosidad, que los títulos en esa universidad conseguidos tenían el mismo valor que el de los alcanzados en las universidades europeas, «prescindiendo, que es bastante prescindir, del dife rente esfuerzo con que se conquistan en la una y en las otras».

«Y es, agrega, que existe allí una política universitaria à base de lenidades, para pruebas de aptitudes y suficiencias, que se informa también en los mismos sentimientos de generosidad en que siempre y para todos se informó la política general del Estado en aquellas islas» (2).

De modo que teníamos una sola universidad, y en esa la lenidad no podía menos de resultar en perjuicio de la instrucción. Benéficos sí que lo fuímos.

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á poco de fundarse por el inclito Miguel López de Legazpi la ciudad de Manila, sucesivamente, y con el producto de legados, donaciones y (1) He aquí los nombres de los principales exportadores é importadores à la cabeza del comercio de Filipinas:

Andrew y C.; Baer, Senior y C.; Bock y C.; Findlay, Richardson y C.; Fleming (J. M.); Forbes Mun y C.; Froelihs y Kutner; Fressel y C.; Grindord y C.; Gsul y C.; Himszen y C.; Hens y Ca; Hindley y C.; Holliday y C."); Hollman y C.; Johnston, Gore Boot y C.; Keller y C.; Ker y C.; Kuenler y Streiff; Shevenger; Smih, Bell y C.; Spitz; Spremgli y C.; Stevenson y C.2"; Strukman y C.; Shun y C.; Tillson, Hermann y C.; Warner, Blodget y C.; Wsinowski y C.a. Ni un nombre español.

(2) La insurrección en Filipinas y Guerra Hispano-Americana en el Archipiélago, Manuel Sastrón,

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