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La unidad religiosa era necesaria en el suelo español, porque en él se habia peleado como en otro ninguno para alcanzarla; y el mismo carácter franco, noble y valeroso de nuestros progenitores no podia tolerar dentro de España otra religion que aquella que, acompañándoles en su proscripcion á los montes del Norte de la península, habia ayudado á restaurar sus hogares. En ninguna nacion como en la nuestra podrian hallarse tantas condiciones de existencia para el catolicismo, pues la religion, el pueblo y el trono, hermanados todos cariñosamente en dias de desgracia, sufriéronlos juntos por el espacio de ochocientos años, y cual buenos hermanos no pudieron separarse en los dias de paz y de ventura, ni se separarán jamás, porque la tradicion, la historia, el carácter y las costumbres jamás podrán consentirlo. Así es que la Iglesia española se regocijó (y no podia menos de regocijarse) con la expulsion de una raza enemiga que blasfemaba de su Dios, escarnecia su religion y perseguia á sus ministros atormentándoles con atroces martirios. El emblema de nuestra santa religion pudo verse libre al fin de aquellas turbas feroces que lo derrocaban de sus augustos pilares, lo pisoteaban y colmaban de improperios; y á salvo ya los templos de las profanaciones de los moriscos, resonaron en ellos sin temor los cánticos sagrados en regocijo de la nueva libertad de la Iglesia.

No menos conocidas fueron las ventajas que con la expulsion de los moriscos alcanzaba la seguridad interior de la nacion española en los primeros años del siglo XVII. Aquellas sublevaciones, aquellas guerras civiles que ocasionaban los vasaHos conversos, por más que fueran incitadas por la intolerancia de los españoles, no turbaron ya más su sosiego, pudiendo dedicarse estos al comercio y á la labranza sin el temor de los salteadores tagarinos, y con tanto mayor afan, cuanto debian llenar el vacío que dejaron sus enemigos. Del mismo modo, aliviado el gobierno del sobresalto que le infundian de continuo los tratos y pérfidas sugestiones de los moriscos con turcos y berberiscos, y aun con franceses é ingleses, pudo ya mantener sin zozobra la tranquilidad interior de la península, por más que las guerras extranjeras estallasen lejanas en cien partes diferentes. Bajo este punto de vista, ¿quién negará que la expulsion de los moriscos fué tan útil como necesaria, granjeando incalculables bienes al país en la unidad de religion y en la seguridad del Estado?

CONCLUSION.

EVOCADAS las sombras de nuestros mayores, y recordadas sus proezas en la obra inmortal de la reconquista, que empieza el acero de Pelayo en las asperezas de Asturias y terminan la espada y la prudencia de los Reyes Católicos en la risueña vega de Granada, hemos visto desvanecerse en nuestro suelo el fantasma del Islam, derrocado del todo aquel temible imperio que una vez y otra habia amenazado la libertad del Cristianismo.

Terrible, desoladora, como lucha de muerte y de exterminio, fué en los primeros siglos de aquella dificilísima empresa la guerra entre sarracenos y cristianos. Enseñoreados estos al cabo de la parte mayor y más fuerte de la península, libres de la terrible amenaza que esparcia de vez en cuando el terror de uno á otro confin de sus múltiples dominios, nacia en sus pechos el sentimiento de la tolerancia, que, arraigando en las mismas gradas del trono, hacia exclamar á los soberanos de Castilla y de Aragon, al triunfar de sus irreconciliables enemigos: Morad en vuestros hogares, cuidad de vuestros bienes, guardad vuestras mujeres, educad vuestros hijos, conservad vuestra religion y vuestras leyes.

Y no llama tanto la atencion del historiador y del filósofo la fortuna con que los monarcas españoles veian coronada esta humanitaria política; no tanto el acierto con que eran dirigidas sus belicosas empresas, como el

influjo altamente conciliador que ejerce, desarrollando poco á poco entre moros y cristianos cierto espíritu de fusion sostenido por el entusiasmo guerrero, por las virtudes caballerescas de uno y otro pueblo, que admiraban ya en los últimos tiempos cuanto ennobleciese el corazon humano; todo lo que era amor, abnegacion y valentía. Así se explican aquellas empresas y gallardos desafios tan comunes entre los caballeros de una y otra raza, aquel respeto á la inocencia, á la orfandad y á la hermosura, aquella sincera deferencia á la ancianidad y á la esclavitud misma. Muy á menudo, árabes, andaluces y castellanos, al asentar tratados ó despues de la entrega de alguna ciudad ó poblacion cercada, celebraban su amistad y alianza con espléndidos banquetes, con zambras y cacerías, en donde, mezclados indistintamente los caballeros moros y cristianos, las damas de Isabel y las sultanas, ofrecian el más halagueño espectáculo que podia ́esperarse de noble é ilustrada correspondencia.

Hé aquí esplicada aquella fusion de usos y costumbres entre las dos razas enemigas, cuando nos refiere la historia el afan con que los caballeros cristianos vestian á la morisca, montaban á la gineta, afectaban seguir las maneras muzlímicas, al propio tiempo que el monarca español Enrique IV recibia á los embajadores extranjeros sentado sobre alfombras, á la usanza oriental, fiando la custodia de su alcázar á una guardia compuesta de trescientos ginetes africanos.

Y, sin embargo, apenas tremolan en los minaretes de Granada los estandartes de la Cruz, apenas los Reyes Católicos contemplan terminada desde la Alhambra la obra colosal de la reconquista, á que tantos millares de artífices coadyuvaran con su preciosa sangre, hemos oido el lúgubre gemido de la esclavitud lanzado por la numerosa familia sarracena, porque las condiciones de su vasallaje se convierten, al terminar el siglo xv, en leyes de opresion y de tiranía.

Entonces hemos presenciado un espectáculo cien y cien veces más desconsolador que la guerra. Despertadas en ambas razas la primitiva aversion é intolerancia, renace con fuerza inusitada la antigua y terrible lucha; sometida, esclava é indefensa la raza árabe: vencedora, armada y pujante la cristiana. El choque fué violento la tempestad recorrió furiosa todos los ámbitos de la península. En Valencia, en Aragon y en Andalucía, en todas partes hemos presenciado mil sangrientas escenas en todas partes hemos visto pueblos entregados à las llamas, sacerdotes coronados con la palma del martirio, inocentes doncellas impiamente violadas, familias enteras desnudas, hambrientas, desfallecidas, arrancadas violentamente de sus hogares, despeñadas sin piedad desde elevadas cumbres, arrojadas

al mar sin conmiseracion alguna. Los gemidos de los ancianos, el llanto de las matronas y de los niños, todo nos ha causado profunda sorpresa, subiendo de punto nuestro dolor al contemplar el resplandor de las hogueras alimentadas con la sangre de los mismos moriscos.

Y en medio de tartos horrores, capaces solo de pintar el rencor de una y otra raza, en medio de las sublevaciones y de las guerras, que infamaban las más horribles violaciones y catástrofes, ni una sola vez hemos descubierto la posibilidad siquiera de durable reconciliacion, apresurando ambas, movidas de insaciable sed de venganza, el funesto desenlace que debia tener cumplimiento reinando el tercero de los Felipes.

Si los siglos de barbarie aparecen oscurecidos por costumbres atroces, al menos eran fecundos en esas mismas costumbres, porque sirvieron de base á la ulterior cultura de los pueblos: si se mostraban manchados de crímenes horribles, esos mismos crímenes podian en verdad entristecernos; pero no degradaban entonces à la humanidad, porque se hallaban acompañados de una abnegacion generosa, y porque nacian del principio, tal vez exagerado, de la libertad del hombre. Mas considerar el imperio de la persecucion y de la tiranía, «restableciéndose la esclavitud de los vencidos, en el siglo XVI, en el seno de una nacion culta, á nombre de la misma religion que habia contribuido á desterrarla de la tierra, » es acontecimiento grave é inesperado en los anales del mundo, que, por lo que tuvo de inflexible, de severo, de doloroso y terrible, bien merece entre las naciones el saludable recuerdo que reclama de la posteridad la sagrada mision de la Historia.

¿Cuál podia ser el motivo de aquella eterna é implacable ojeriza entre moriscos y cristianos? ¿Qué podia influir en el ánimo de los nuevos conversos para renegar de la fé de Cristo, espiar á los cristianos, asaltarlos y aniquilarlos cuantas veces pudieran, con odio tan sanguinario como in¬ definible? ¿Por qué eran tan continuas las persecuciones de los vencedores, reproduciéndose sin tregua los planes de exterminio, siendo cada vez mayor la opresion con que gravaban á los vencidos? ¿Cuáles fueron en fin las causas que produjeron la expulsion de los moriscos?

Ya lo hemos indicado anteriormente, al bosquejar el doloroso cuadro de las ofensas y venganzas de uno y otro pueblo la necesidad de constituir del todo la unidad religiosa, pensamiento que venia dominando dos largos siglos los consejos de la política, y el deber imprescindible de asegurar la paz interior del Estado, poniéndole á salvo de exteriores invasiones..... hé aquí los principales móviles de aquella famosa revolucion, blanco hasta hoy de ciegos denuestos y desmedidas alabanzas. Y, en efecto, desde que

el cristiano, repuesto de su sorpresa, inauguró en Covadonga la obra de reconquista, la idea general que alienta á reyes y á vasallos, á prelados, á magnates, á ciudadanos y campesinos es solo la recuperacion de la patria no para satisfacer (segun dice concienzudamente un escritor moderno) un sentimiento de ambicion ó de orgullo; no para someter á dura servidumbre naciones que gozaban ántes de quieta y pacífica independencia, sino para rescatar la libertad perdida, para derrocar al agresor que gravaba con vergonzoso yugo el cuello de la patria, y que profanaba y vilipendiaba sus altares, sus sacerdotes y sus vírgenes; para restituir á Dios, con el culto de sus corazones, la tierra regada con la sangre de sus mártires. Así, al narrar, por ejemplo, el autor de la Crónica Albendense los últimos sucesos del reinado de Alfonso III, exclamaba lleno de entusiasmo, contemplando la prosperidad de los cristianos: «De aquí en adelante, humillado por siempre el nombre de los ismaelitas, arrójelos sin tardanza la Divina Clemencia de nuestras provincias, del lado allá de los mares, y conceda su reino á los fieles de Cristo, para que sea perpetuamente poseido. » Cuatrocientos cincuenta años adelante decia el príncipe D. Juan Manuel, hablando de la diversidad de las creencias de cristianos y sarracenos: « Et por esto ha guerra entre los cristianos et los moros, et habrá fasta que hayan cobrado los cristianos las tierras que los moros les tienen forzadas..... et los que en ella murieren, habiendo cumplido los mandamientos de Santa Eglesia, sean mártires, et sean las sus ánimas por el martirio quitas del pecado que ficieren.» La misma creencia imperaba en la muchedumbre al descender Boabdeli-el-Zogoibi del trono de sus antepasados, siendo por tanto evidente que la adquisicion de Granada no era ni podia ser considerada por los cristianos como una simple conquista, sino como una restitucion, dificultada en tantos siglos, solo por el hecho de la fuerza. Arraigadas en esta forma semejantes ideas, continuaron reinando entre nuestros mayores aun despues de la abjuracion forzosa de los moriscos, pues que, desdeñando estos los sagrados deberes que les imponia la Iglesia, lejos de ser considerados como hermanos, se acreditaban nuevamente de enemigos, no mostrándose más devotos en lo civil y en lo político. Así se explica en parte aquella ojeriza de los cristianos viejos contra los nuevos, y hé aquí por qué los escritores de la expulsion, así seglares como eclesiásticos, considerando todavía á los moriscos como usurpadores, se duelen todos de que vivan entre los cristianos, pose

1 D. José Amador de los Rios: Estudios históricos.

2 Estudios históricos.

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