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Así acabaron los tres más bravos caudillos de las comunidades, Su suplicio fué también la muerte de las libertades de Castilla. La jornada de Villalar en el primer tercio del siglo XVI no fué de menos trascendencia para la suerte y porvenir del reino castellano, que la de Epila para el aragonés al mediar el siglo XIV. En esta quedó vencida la confederación de las ciudades, como en aquella quedó vencida la Unión. Con la diferencia que allí, el vencedor de Epila, Pedro IV de Aragón, si bien rasgó con el puñal el privilegio de la Unión, fué bastante político y prudente para conservar y confirmar al reino aragonés sus antiguos fueros y libertades: aquí un monarca que ni corrió los riesgos de la guerra, ni se halló presente al triunfo de los realistas en Villalar, despojó, como veremos luego, al pueblo castellano de todas las franquicias que á costa de tanta sangre por espacio de tantos siglos había conquistado. Por siglos enteros quedaron también sepultadas en los campos y en la plaza de Villalar las libertades de Castilla, hasta que el tiempo vino á resucitarlas y á hacer justicia á los campeones de las comunidades. Al tiempo que esto escribimos, los nombres de los tres mártires de Villalar, Padilla, Bravo y Maldonado, por una ley de las cortes del reino, se hallan decorando, esculpidos con letras de oro, el santuario de las leyes y el sagrado recinto de la representación nacional española.

El desastre de Villalar infundió, como era consiguiente, el desaliento en las ciudades de Castilla. Sin obstáculo pudieron llegar los vencedores hasta las puertas de Valladolid, y la junta de los comuneros se dispersó intimidada. A la voz de perdón se abrieron las puertas de la ciudad á los imperiales, que entraron ostentando orgullo en una población que con su silencio, con la soledad que se notaba en sus calles, con las ventanas de las casas cerradas, significaba la tribulación que la afligía. Doce solos fueron exceptuados del perdón, que al fin tuvieron la fortuna de salvarse escondiéndose ó huyendo, á excepción de un alcalde y un alguacil que fueron habidos y justiciados (1).

Benigno y generoso como siempre se mostraba el almirante don Fadri. que Enríquez, y el que antes con tan buena intención había exhortado á la paz, no negó su indulgencia á los mensajeros de Toro, de Zamora, de Salamanca y de León, que acudieron á solicitarla. Fuéronse rindiendo las poblaciones situadas entre Valladolid y Burgos. Dueñas recibía de nuevo á su conde. Palencia habría las puertas al condestable. No tardaron en enviar mensajes de sumisión Medina del Campo, Ávila, Soria, Cuenca y Murcia. Volvía Alcalá á la obediencia del duque del Infantado. El primer conde de Puñonrostro don Juan Arias Dávila sometía á Madrid bajo las del fiscal de Sus Majestades lo susodicho fice escrebir é fiz aqui este mio sino á tal.— En testimonio de verdad. – Luis Madera.» Alcocer, Mejía, Sepúlveda, Maldonado, Sandoval, en sus citadas obras.

En el tomo I de la Colección de documentos inéditos, págs. 284 y siguientes, se hallan unas notas biográficas muy curiosas de Juan de Padilla y de su mujer, sacadas de los documentos originales que existen en el archivo de Simancas por el penúltimo archivero don Tomás González.

(1) Sandoval inserta el edicto del perdón que se concedió á Valladolid, fechado en Simancas el 26 de abril. La entrada de los imperiales fué el 27.

mismas condiciones que otorgaban los regentes á las demás ciudades. Y por último, los realistas que aun seguían sosteniendo el alcázar de Segovia estando la ciudad por los comuneros, salieron libres (27 de mayo) á dominar la población, que también se puso bajo la obediencia de los gobernadores y del soberano. Así se fué apagando el voraz incendio tan rápidamente como se había levantado y cundido.

Para mayor fortuna de los imperiales, el conde de Salvatierra que tan alborotadas tenía las Merindades, y servía como de auxiliar á los comuneros de Castilla, había sufrido también una completa derrota en el puente de Durana, teniendo que fugarse él solo con un paje, dejando en poder del enemigo seiscientos prisioneros, y siendo entre ellos decapitado el capitán Barahona; con lo que había quedado todo sosegado y sujeto por la parte de las Merindades.

Sucedió en este tiempo una invasión de franceses en Navarra, motivada por las eternas discordias que ya habían comenzado entre Carlos V y Francisco I, y como las tropas reales se hallasen ocupadas en destruir las comunidades de Castilla, los franceses se habían apoderado fácilmente de Pamplona, y avanzando por un país desguarnecido sitiaban á Logroño. Citamos sucintamente este suceso, cuya explanación corresponde á otro lugar, sólo por hacer notar un rasgo de españolismo de los que habían seguido las banderas de las comunidades y acababan de ser derrotados y vencidos. Estos hombres, cuyos jefes habían perecido en un patíbulo, donde todavía humeaba su sangre, á la noticia de una invasión extraña en territorio español, olvidan si han sido comuneros, y acordándose sólo de que son españoles, acuden en defensa de su patria, y juntos marchan á Navarra próceres y populares. El desleal don Pedro Girón, Sánchez Zimbrón, el mensajero de la Santa Junta á Flandes y compañero de fray Pedro Villegas, los procuradores fugitivos de la junta de Valladolid, y hasta los dispersos del día aciago de Villalar, todos acuden á las fronteras de Navarra en unión con los gobernadores que tanto los habían humillado y maltratado; y olvidando recientes agravios los ayudan á lanzar del territorio español á los extranjeros. Así obraron los comuneros de Castilla, cuya causa han venido pintando con tan feos colores nuestros historiadores por espacio de tres siglos (1).

(1) Sandoval, Hist. de Carlos V, lib. X,

CAPÍTULO VI

TOLEDO.-LA VIUDA DE PADILLA

De 1521 á 1522

Mantiene la viuda de Padilla en Toledo el pendón de las Comunidades.— Nobleza, carácter y cualidades de doña María Pacheco.-Algunos hechos de su vida.-Amor y respeto que le tenían los toledanos.-Heroica defensa de Toledo.-Fuga y prisión del obispo Acuña.-Honrosa capitulación con los imperiales.-Entrada del prior de San Juan.-Odiosidad entre imperiales y comuneros: insultos: peligrosa disposición de los ánimos.-Rompimiento terrible en medio de una solemnidad pública, y su causa.-Prisión y suplicio de un infeliz artesano.-Infructuosos esfuerzos de doña María por libertarle.-Inténtanlo á la fuerza los comuneros y no pueden.-Refriega sangrienta en las calles.-Los populares sueltan las armas y evacuan la ciudad.-— La viuda de Padilla se esconde en un convento.-Huye de la ciudad disfrazada de aldeana.-Refúgiase en Portugal.-Demolición de la casa de Padilla. Se siembra de sal su terreno, y se coloca en él un padrón de infamia.-Término de la guerra de las Comunidades.

El lector habrá observado que entre las ciudades que se fueron sometiendo á los gobernadores reales victoriosos en Villalar, no hemos nombrado la más fuerte de todas, y la primera que se había alzado á la voz de comunidad. Toledo era la única en que se mantenía enarbolado el pendón de las libertades castellanas, y le mantenía la mano enérgica y vigorosa de una mujer heroica y varonil. Esta mujer era doña María Pacheco, viuda del desdichado Juan de Padilla.

Doña María Pacheco, hija del conde de Tendilla y de una hermana del marqués de Villena, señora de honestas costumbres, de entendimiento claro, ejercitada en la lectura, delicada de salud, pero fuerte de espíritu, dulce y amable en su trato, protectora de los menesterosos, fecunda en recursos, hábil en ganar los corazones, tan entusiasta por la causa de las comunidades como su propio marido, ejercía tal ascendiente sobre los toledanos, que todos la amaban, reverenciaban y obedecían, como si con un mágico talismán los tuviese encantados. En una ocasión, cuando las ciudades se hallaban en mayor penuria por la escasez de metálico para pagar la gente de guerra, ella con una resolución extraña en las personas de su sexo entró en la catedral de Toledo, enlutada, cubierto con un velo el rostro, y puesta de rodillas ante el altar mayor, teniendo delante de sí dos hachas encendidas, hiriéndose el pecho y cayéndole las lágrimas de los ojos, como pidiendo á Dios perdón, tomó la plata que en la iglesia había, y de ella se pagó á las tropas: acción que reprobaron y calificaron de horrible sacrilegio los enemigos de las comunidades, pero que no era sino la repetición de un hecho practicado en casos de necesidades públicas por monarcas muy piadosos, y aun por la misma Reina Católica (1).

(1) Cartas de Fr. Antonio de Guevara.—Sandoval, Historia del Emperador, libro VIII, párr. 29.

La primera nueva del desastre de Villalar la halló en su oratorio rezando delante de un crucifijo, acompañada de sus dueñas y de un criado (1). Para que los demás no desmayasen, procuró disimular la honda sensación que tan terrible contratiempo le produjo, y esforzándose por conservar la mayor entereza de ánimo, mandó poner en buena guarda las puertas de la ciudad. No tardaron en llegar los dispersos de aquella triste jornada, en cuyos semblantes leyó, antes que oyera sus palabras, el trágico fin de su idolatrado esposo. Afectos encontrados agitaron entonces su grande alma, y hubo momentos en que se creyó que desfallecía, no pudiendo sobreponerse á tan aguda pena. Pero Padilla en sus últimos instantes mostró que moría con el consuelo de que no faltaría en su ciudad natal quien tomara enmienda de su agravio, y doña María resolvió tomar á su cargo aquella enmienda como en holocausto á su esposo, y salvar, si podía, la ciudad que tanto había comprometido con sus excitaciones, ó defenderla hasta alcanzar al menos las condiciones más ventajosas posibles para un pueblo que tanto la amaba. Con esta resolución se encaminó, ó más bien se hizo conducir al alcázar, llevando en sus brazos á su tierno hijo, acompañada del obispo Acuña y de Hernando Dávalos, y siguiéndola con respetuoso silencio una inmensa muchedumbre.

Cercaba ya á Toledo el prior de San Juan, acantonado en los vecinos lugares con una hueste de siete mil peones y tres mil caballos. Al lado del terrible incendiario de Mora se hallaba, entre otros notables personajes, el doctor Zumel, aquel célebre procurador de Burgos que en las cortes de Valladolid había sido el más fogoso orador y panegirista de los derechos del pueblo, y después vendió sus servicios al emperador, y ahora era alcalde de corte, comisionado para procesar á los comuneros que habían obrado en conformidad á sus antiguas doctrinas. Allí se encontraba Gutierre López de Padilla, hermano del primer caudillo de las comunidades, enemigo siempre el Gutierre de los comuneros, arrojado por ellos en otro tiempo de la ciudad, y que ahora en venganza iba á rendir á la viuda de su hermano y á acibarar más y más los últimos días de su anciano padre. ¡Lastimosa condición la de las guerras civiles: pelear los hijos de un mismo padre en opuestas banderas, y pugnar el hermano por verter la sangre del hermano!

Nada arredraba á la heroica viuda del ajusticiado en Villalar. Siendo lo más urgente tener con qué pagar á los defensores de Toledo, obligó al cabildo á aprontar seiscientos marcos de plata. Alentados los toledanos, hacían salidas frecuentes de la ciudad á los vecinos pueblos, y aunque les costaba batirse con las tropas del prior, rara vez volvían de sus rebatos sin algún fruto. Dos capitanes hermanos, llamados los Aguirres, que antes habían interceptado los auxilios pecuniarios que Toledo enviaba á Padilla, y embolsádolos para sí después de su muerte, tuvieron la candidez de creer que no se sabría su deslealtad, y que podían llegarse impunemente al alcázar llamados por doña María. Mas no bien pisaron sus umbrales, cuando fueron acometidos y muertos á estocadas, y arrojados por el muro sus cadáveres, con los cuales se ensañó el populacho, arras

(1) MS. de la Biblioteca del Escorial, por un testigo de vista.

trándolos hasta la Vega, y haciendo hogueras con ellos y aventando sus cenizas, y cometiendo otras irreverencias contra una procesión que se acercaba á impedir el desacato y á dar sepultura cristiana á los restos de aquellos infelices. Castigo merecían los desleales capitanes, pero doña María Pacheco faltó en esta ocasión á la nobleza de heroína, dejándose arrastrar del vengativo genio de la mujer, y la frenética plebe obró con la ciega crueldad que en tales casos acostumbra, cuando afloja la mano fuerte que en tales desbordamientos pudiera reprimirla y contenerla.

Con propósito de ver si reducía la ciudad por tratos entró en Toledo el marqués de Villena, tío de la Padilla, y tras él el duque de Maqueda con escasa escolta para no infundir recelos. Mas como el vecindario, en vez de acomodarse á las proposiciones de los magnates, se alborotase de nuevo, viendo sólo en ellos sospechosos agentes, ambos próceres tuvieron que abandonar la población, saliéndose tras ellos muchos de los que anhelaban ya la paz, y quedando con esto más á sus anchas los decididos á la defensa á todo trance. Dábales aliento la noticia de la invasión francesa en Navarra, y no carece de fundamento la sospecha de que entre el caudillo de los franceses y doña María, ó hubiese ó se intentase al menos algunas inteligencias, si bien nunca llegó á haber formales tratos (1).

En esto el obispo Acuña, ó por falta de conformidad con doña María, ó porque presagiara un desenlace funesto, ó sentido de verse eclipsado por el ascendiente y predominio de una mujer, tan acostumbrado él á descollar entre los comuneros, trató de poner en cobro su persona, y una noche se salió de Toledo solo y disfrazado con traje de vizcaíno. A Francia parece que se dirigía con ánimo de pasar de allí á Roma, mas quiso su mala suerte que al ganar la frontera de Navarra, en el pueblo de Villamediana, fuese conocido por un alférez de los imperiales, el cual se apoderó de su persona, y no quiso soltar la presa ni aun por el cebo de cincuenta mil ducados que por su rescate le ofrecía el turbulento prelado de Zamora. Encerrado primeramente el obispo guerrero en el castillo de Navarrete, fué andando el tiempo trasladado al de Simancas, donde tuvo el desgraciado y trágico fin que diremos más adelante.

Aunque privada doña María Pacheco del apoyo de Acuña, no por eso pensó en rendirse, ni dejó de defender la ciudad con igual heroísmo que antes de la salida del prelado, «y como si fuera un capitán cursado en las armas, que por eso la llamaron la mujer valerosa,» dice el historiador obispo de Pamplona. Ni el prior de San Juan ganaba terreno, antes bien tenía que sostener diarias escaramuzas con los toledanos á orillas del Tajo, ni se atrevía á aprobar de lleno las proposiciones de paz que en diferentes ocasiones de uno á otro lado se cruzaron, por insistir siempre los de Tole do en las que les eran más ventajosas, como que en ellas entraba la de conservar sus fueros, franquicias y libertades, con el dictado de muy noble y muy leal, la de que se alzara el secuestro de los bienes de Padilla, y se rehabilitara su fama y honra y la de sus parientes, y otras condiciones

(1) MS. de la Academia de la Historia, cit. por Ferrer del Río en la Hist. de las Comunidades, cap. XI, pág. 264, nota.

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