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manos, y espero que corresponderéis á la fama que lleváis de ser los me jores y más bravos soldados que se conoce.»>

Hecho esto, y dada la voz de asalto (6 de mayo), arrojáronse todos es cala en mano á trepar por la muralla. Los primeros asaltadores caían casi todos al nutrido fuego de arcabucería con que los recibían los veteranos y la guardia suiza del papa. Viendo esto el duque de Borbón, arranca una escala de las manos de un soldado, se adelanta á todos: «¡Seguidme, compañeros!» les dice; clava la escala en el muro, y trepa por él denodadamente. Pero en este instante un tiro de mosquete le atraviesa el cuerpo, le derriba al foso, se siente herido de muerte, y manda que cnbran su cuerpo con una capa para que los soldados no le conozcan y no se desalienten. A los pocos momentos dejó de existir el condestable de Borbón, como si de intento hubiera buscado la muerte, para no oir los terribles anatemas que la Iglesia había de lanzar sobre el autor del horrible atentado que se iba á cometer.

Ni se pudo ocultar su muerte á los soldados, ni éstos desmayaron por verse sin general: antes creciendo su rabia y su coraje, se arrojaron como furiosos leones sobre el muro, los españoles al grito de España, imperio! y todos al de ¡Sangre, venganza! y muriendo y matando se apoderaron de las murallas; los lansquenetes alemanes arrancaron la artillería á los del papa, y abriendo paso á los españoles é italianos, derramáronse todos como rabiosos tigres por la ciudad degollando á los romanos con sus ca. porioni, y tiñendo sus espadas en la sangre de los doscientos suizos de la guardia del pontífice dentro de la iglesia misma de San Pedro. El papa huyó con algunos cardenales y los embajadores, del Vaticano á San Pe dro, y de San Pedro al castillo de Sant-Angelo, que en otra ocasión no muy remota le había servido de momentáneo y poco seguro asilo. Poca resistencia hallaron ya los vencedores para ir ganando y enseñoreando toda la población: de seis á siete mil romanos habían perecido; y cuaren ta mil soldados sin jefe, feroces, libertinos y codiciosos, cuarenta mil bandidos recorrían desaforadamente las calles, las plazas y los templos de la ciudad santa, robando, saqueando, violando y degollando, sin perdonar ni edad, ni sexo, ni estado, ni clase, y tratando con igual brutalidad á hombres y á mujeres, á cardenales y á sacerdotes, á nobles y á plebeyos, á ancianos y á niños, á casadas y á doncellas.

«Nos falta aliento, exclama al llegar aquí un historiador de nuestro siglo, para referir por menor tantos horrores. Atila á la cabeza de sus hor das salvajes, había respetado á Roma, defendida por la majestad de sus pontífices; Alarico y Genserico la habían saqueado dos veces; pero las devastaciones de los godos y de los vándalos no tuvieron este carácter de licenciosa ferocidad, este tinte de impía y burlesca rabia que se mostró en el saco de Roma. Reservado estaba al siglo de los Médicis dar un espec táculo que no había visto el siglo VII: Soldados ebrios de vino y de lujuria, cubierta la cabeza con una mitra, una estola en sus corazas, amontonando su botín en los templos, haciendo de los altares una mesa para sus orgías, un lecho para sus liviandades: cardenales, aun de los del partido del emperador, paseados en asnos por una soldadesca desenfrenada, abofeteados, torturados, obligados á comprar á precio de oro el resto de una vida

que se les dejaba; conventos abandonados á la violación y al pillaje; esposas ultrajadas á presencia de sus maridos, hijas deshonradas á los ojos de sus madres! Por lo demás, estas sangrientas saturnales duraron, no tres días, sino ocho meses; bajo la licencia, la avaricia y la crueldad, lo que dominaba era el odio contra el pontificado. Los escándalos dados á la cristiandad indignada desde lo alto de la cátedra de San Pedro, las torpezas y los crímenes de Alejandro VI y de los Borgia habían dado su fruto: Roma y el pontificado, mirados con horror por la mitad de Europa, habían dejado de ser santos para el resto de ella. Mientras que los luteranos de Frundsberg proclamaban papa á Martín Lutero bajo los muros del castillo de Sant-Angelo, los españoles aplaudían las parodias burlescas de estos hugonotes que la Inquisición hubiera quemado en Sevilla; ellos recogían con sus fatigadas manos las víctimas que se les escapaban. Más licenciosos que crueles, más groseros que malvados, los alemanes se cansaban pronto de dar tormentos; hartos de vino y de lascivia, se dormían como muertos en los conventos de que habían hecho sus serrallos; pero los españoles eran desapiadados: habituados desde la infancia al espectáculo del dolor en las fiestas de la Inquisición, parecía gozar más en los suplicios que en el vino y la lujuria..... (1).»

(1) El que hace esta triste descripción es Rosseew-Saint-Hilaire en el lib. XXI, capítulo IV, de su Historia de España.-En la Historia de los Frundsberg, de donde parece que lo ha tomado, se dice (fol. 114 v.): «Se ató á muchos cardenales, obispos y prelados, las manos á la espalda, y se los paseó por las calles hasta que pagaran su rescate. Los templos y los conventos fueron saqueados, se robó los vasos sagrados, los ornamentos de las iglesias, etc. Todos los conventos fueron violentamente abiertos y despojados, las tumbas violadas, y se quitó al cadáver del papa Julio II un anillo de oro. Todos estos excesos fueron cometidos por españoles é italianos: los españoles especialmente se excedieron con las mujeres y las doncellas á la vista de sus padres y amigos. Los alemanes se contentaron con comer y beber, y con módicas contribuciones: pero los soldados andaban sin freno, como que no tenían jefes.>>

«Se calcula (añade en el folio 115) en diez millones lo que se robó en objetos de oro, de plata y piedras preciosas.» «Los lansquenetes se pusieron los birretes de los cardenales, se vistieron sus largas vestiduras encarnadas, y recorrieron así las calles montados en jumentos, haciendo así bufonadas y mojigangas...>>

«Duró esta obra no santa (dice nuestro obispo Sandoval) seis ó siete días, sin el primero, en que fueron hechas mayores fuerzas é insultos de los que aquí se puede decir. Todo esto padeció la triste Roma, y este fué el fruto que sacó Clemente VII por su mala y ambiciosa condición, sin quererlo el emperador, ni pasarle por el pensamiento.>>

Puede verse sobre el asalto y saqueo de Roma á Guicciardini, lib. XXVIII.-Paolo Giovio, Vit. Colonn.-Commentar., de capta urbe Romæ.-La Hist. de los Frundsberg. -La de las Repúblicas italianas, de Sismondi.—La de Nápoles, de Giannone.—La vida de Carlos V, por Ulloa.-La Hist. de Italia, por Leo y Botta, lib. XI, cap. IV.-Sandoval, Robertson y otros historiadores modernos.

En unas cartas escritas al canciller Gattinara por persona que se hallaba en Roma en aquel tiempo, y que se conservan en el archivo de Simancas, se ven confirmados todos los horroros de aquel terrible saqueo. «Y no crea V. S. (dice entre otros muchos cuadros que presenta) que se pueden decir ni creer las crueldades que se han hecho y se hacen de cada día si no se viese... que no ha bastado tomar los dineros Ꭹ la ropa sino prendernos á todos para rescatarnos después, y sacar á vender á las plazas á mu

Tomó al fin el mando de las tropas imperiales, después de la muerte de Borbón, el príncipe de Orange, Filiberto de Chalóns, francés y proscrito como aquél, que con gran trabajo pudo hacer que los soldados dieran alguna tregua al saqueo, y le siguieran y ayudaran á bloquear el castillo de Sant-Angelo. El papa conoció su error en haberse retirado donde otra vez ya se había visto obligado á rendirse, pero esperaba que no dejarían de acudir los aliados á libertarle. Vana é ilusoria fué la esperanza del pontí fice. Desde la torre del castillo pudo divisar las banderas del duque de Urbino que se acercaron á la ciudad; pero el de Urbino, enemigo de los Médicis, parecía haberse propuesto insultar la desgracia más que socorrer al pontífice, pues sin otra demostración se retiró so pretexto de ser la empresa peligrosa. El marqués de Saluzzo, al frente de una hueste francesa, se contentó con hacer otro alarde igualmente desdeñoso. Parecía que todos daban por muerto al papa y por muerta también la dignidad pontificia, y no pensaron sino en repartirse sus despojos. El de Urbino se apoderó de Perusa, el duque de Ferrara tomó á Módena, Malatesta á Rímini, y los venecianos á Rávena. Florencia aprovechó aquella ocasión para sacudir el dominio y gobierno de los Médicis, y restableció la república. El papa, abandonado de todos, tuvo que capitular, ó por mejor decir, tuvo que suscribir á las proposiciones que quisieron hacerle.

Obligóse el pontífice á pagar cuatrocientos mil ducados al ejército imperial; á entregar las ciudades de Parma, Plasencia, Ostia, y casi todas las plazas fuertes de la Iglesia, y á permanecer prisionero en el castillo hasta que se cumpliera la capitulación. Hecho este asiento, el príncipe de Orange encomendó la guarda y custodia del pontífice á don Fernando de Alarcón, el mismo á cuyo cuidado había estado la persona de Francisco I, siendo de este modo Alarcón el guardador de los dos más grandes personajes que en muchos siglos se vieron en prisión en Europa; que sin duda el que había sido fiel carcelero de un rey fué considerado el más digno de serlo del papa.

Deseábase saber cómo recibiría el emperador la noticia del sacrilego asalto y saqueo de Roma, escándalo de la cristiandad, cometido sin orden

chos hombres honrados, entre los cuales ha seído uno el obispo de Terrachina, ques un tudesco abreviador y clérigo de cámara muy rico, que estaba para ser cardenal. Y cuando no había quien los comprase ó rescatase, los jugaban á los dados, ansi á españoles como á tudescos é italianos, sin eceptar ninguna nación ni calidad de persona.» Dos fragmentos de estas cartas se insertaron en la Colección de documentos inéditos, tomo VII.

<< Roma, dice Artaud de Montor en la Historia de Clemente VII, había sido saqueada por los galos á los 372 años de su fundación; por Alarico, rey de los godos, el 24 de agosto de 410 de la era cristiana; por Genserico, rey de los vándalos, en 455; por Odoacro en 467; por los ostrogodos en 536; por los godos en 538; por Totila, rey de los godos, en 546, y otra vez en 17 de setiembre de 548; por el emperador Constante II el 5 de julio de 663; por los lombardos en 750; por Astolfo, rey de la misma nación, en 775; por los sarracenos de Africa en 896; por el emperador Arnoldo en 996; y por el emperador Enrique IV en 1084. Pero los excesos, las matanzas ejecutadas por el ejército de Carlos V, hicieron olvidar á los romanos la rapacidad de los bárbaros que la habían despojado.>>

suya, pero perpetrado por tropas imperiales y por generales que proclamaban su nombre, y ejecutado por soldados católicos, precisamente cuando se acriminaba á Lutero y á los sectarios de la reforma sus desacatos y desmanes. La política que en esta ocasión adoptó Carlos V pareció el tipo de la que á su tiempo había de seguir constantemente el primer hijo que le acababa de nacer. Carlos se mostró exteriormente muy apenado por aquel triste suceso. Escribió al pontífice dándole el pésame, y asegurándole de su cariño y ofreciéndole su amistad. Se vistió él, é hizo vestir á la corte de luto; mandó suspender los festejos públicos que se celebraban en España por el nacimiento de su hijo Felipe, diciendo que un pueblo cristiano no debe alegrarse cuando su pastor está encadenado; y ordenó que en todas las iglesias de sus dominios se hicieran rogativas públicas por la libertad del Santo Padre. Publicó además un manifiesto á todos los príncipes cristianos deplorando la catástrofe de Roma y la prisión del papa, condenando las iniquidades cometidas por los suyos, protestando haberse hecho todo sin su voluntad ni consentimiento, y haberlo sabido con gran amargura, y declinando todo cargo y responsabilidad por tan infausto y abominable suceso (1).

Pero el soberano que mandaba hacer procesiones y rogativas públicas por la libertad del papa, no le redimía del cautiverio, y el que tanto lamentaba la prision del pontífice no daba orden á sus generales para que le sacaran de ella; atento, como había hecho con Francisco I, á sacar el mejor partido que le fuese posible de su cautividad.

La muerte de Borbón fué tan sentida por el emperador como celebrada en Francia, donde por sentencia del parlamento fué anatematizada su memoria y borrado perpetuamente su nombre y rayadas las armas de su casa. Todas las circunstancias que concurrieron en el saco de Roma fueron tales, que no es maravilla que tan terrible acontecimiento fuera mirado como un rayo de la cólera divina, y como un castigo providencial. Tampoco extrañamos que la odiosidad de la Europa católica alcanzara á Carlos V por más que él se sincerara. Ello es que la Italia entera pareció salir de su estupor para unirse por primera vez contra el príncipe de quien eran súbditos los saqueadores de Roma, y que la Francia y la Inglaterra, no obstante las protestas y las proposiciones de Carlos, se confederaron formalmente (18 de agosto) para rescatar al papa y á los dos príncipes franceses que estaban en poder del emperador, y para reponer á Sforza en el ducado de Milán, conviniendo en que pasaría á Italia un ejército francés al mando de Lautrec, costeado por la Inglaterra. Lo cual nos deja ya entrever otra nueva guerra europea, en que habrá de verse envuelto el emperador.

(1) Tenemos á la vista una copia de este documento, sacada del archivo de Simancas (Estado, Leg. núm. 1554), escrito en latín, y fechado en Valladolid á 31 de julio de 1527, no á 2 de agosto, como dice equivocadamente Sandoval.

CAPÍTULO XIII

GUERRAS DE ITALIA

TRATADO DE CAMBRAY.-LA PAZ DE LAS DAMAS

De 1527 á 1529

Nueva alianza de príncipes contra Carlos V.-Tratado y liga de Amiéns.-Triste situación del pontífice.-Más horrores y calamidades en Roma.-Muerte del virrey Lannoy.-Ejército francés en Italia: Lautrec: sus primeros triunfos y reconquistas. -Tratos del papa con Carlos V.-Fúgase el pontífice de la prisión.-Embajadores de Francia y de Inglaterra en España: proposiciones y contestaciones.—Declaración formal de guerra.-Desafío personal entre Francisco I y Carlos V.-Conducta de cada soberano en este negocio y su resultado.—Marcha de Lautrec y de los franceses sobre Nápoles: bloqueo de esta ciudad.-Comportamiento de los generales del imperio. Muerte del virrey Moncada en combate naval: el marqués del Vasto prisionero.-Miserable situación del ejército francés frente de Nápoles: hambre, peste, abandono de los aliados.-El famoso almirante genovés Andrés Doria: deja el servicio de Francia y pasa al del emperador: consecuencias.—Muerte del mariscal Lautrec.-Prisión y muerte del marqués de Saluzzo: completa destrucción del ejército francés en Nápoles.-Destrucción de otro ejército francés en Milán por Antonio de Leiva. Trátase de una paz general.-Concierto entre el papa y el emperador.— Tratado de Cambray entre Carlos V y Francisco I.-Paz de las Damas.-Juicio crítico sobre este tratado y sobre las causas que le produjeron.

Excelente ocasión ofrecía el asalto y saco de Roma y el cautiverio del pastor universal de los fieles á todos los príncipes y soberanos enemigos de Carlos V, ó envidiosos de su poder, ó recelosos de su engrandecimiento, para conjurarse en su daño. Que por más que se esforzara por sincerarse á los ojos del mundo, si él no ordenó aquel escándalo, decían, suyos eran los generales y suyas las tropas que le cometieron: si Borbón obró sin su mandamiento, Carlos honra su memoria como la de uno de sus más predilectos caudillos; si el emperador deplora y condena el saqueo, no castiga á los saqueadores; y si manda hacer procesiones públicas por la libertad del Santo Padre, el Santo Padre sigue en cautiverio bajo la custodia de un rudo soldado imperial. A estos cargos, dictados al parecer por un plausible celo religioso y por el sentimiento de ver ultrajada la suprema autoridad de la Iglesia y presa de forajidos la ciudad santa, se agregaba, y era en verdad el principal móvil, aunque menos ostensible, el interés político de cada príncipe y de cada Estado, y el mayor ó menor resentimiento ó motivo de queja que cada cual tuviera contra el emperador.

Preparada venía de muy atrás la alianza de Francisco I y Enrique VIII de Inglaterra. Los tratos del inglés con la reina regente de Francia durante la cautividad de Francisco; el título de protector de la Santa Liga que Enrique había tomado en el tratado de confederación de Cognac; las conferencias celebradas entre los embajadores de uno y otro monarca en Westminster en los meses de abril y mayo (1527), todos eran precedentes

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