Imagens das páginas
PDF
ePub

Tomó al fin el mando de las tropas imperiales, después de la muerte de Borbón, el príncipe de Orange, Filiberto de Chalóns, francés y proscrito como aquél, que con gran trabajo pudo hacer que los soldados dieran alguna tregua al saqueo, y le siguieran y ayudaran á bloquear el castillo de Sant-Angelo. El papa conoció su error en haberse retirado donde otra vez ya se había visto obligado á rendirse, pero esperaba que no dejarían de acudir los aliados á libertarle. Vana é ilusoria fué la esperanza del pontífice. Desde la torre del castillo pudo divisar las banderas del duque de Urbino que se acercaron á la ciudad; pero el de Urbino, enemigo de los Médicis, parecía haberse propuesto insultar la desgracia más que socorrer al pontífice, pues sin otra demostración se retiró so pretexto de ser la empresa peligrosa. El marqués de Saluzzo, al frente de una hueste francesa, se contentó con hacer otro alarde igualmente desdeñoso. Parecía que todos daban por muerto al papa y por muerta también la dignidad pontificia, y no pensaron sino en repartirse sus despojos. El de Urbino se apoderó de Perusa, el duque de Ferrara tomó á Módena, Malatesta á Rímini, y los venecianos á Rávena. Florencia aprovechó aquella ocasión para sacudir el dominio y gobierno de los Médicis, y restableció la república. El papa, abandonado de todos, tuvo que capitular, ó por mejor decir, tuvo que suscribir á las proposiciones que quisieron hacerle.

Obligóse el pontífice á pagar cuatrocientos mil ducados al ejército imperial; á entregar las ciudades de Parma, Plasencia, Ostia, y casi todas las plazas fuertes de la Iglesia, y á permanecer prisionero en el castillo hasta que se cumpliera la capitulación. Hecho este asiento, el príncipe de Orange encomendó la guarda y custodia del pontífice á don Fernando de Alarcón, el mismo á cuyo cuidado había estado la persona de Francisco I, siendo de este modo Alarcón el guardador de los dos más grandes personajes que en muchos siglos se vieron en prisión en Europa; que sin duda el que había sido fiel carcelero de un rey fué considerado el más digno de serlo del papa.

Deseábase saber cómo recibiría el emperador la noticia del sacrilego asalto y saqueo de Roma, escándalo de la cristiandad, cometido sin orden

chos hombres honrados, entre los cuales ha seído uno el obispo de Terrachina, ques un tudesco abreviador y clérigo de cámara muy rico, que estaba para ser cardenal. Y cuando no había quien los comprase ó rescatase, los jugaban á los dados, ansi á españoles como á tudescos é italianos, sin eceptar ninguna nación ni calidad de persona.» Dos fragmentos de estas cartas se insertaron en la Colección de documentos inéditos, tomo VII.

«Roma, dice Artaud de Montor en la Historia de Clemente VII, había sido saqueada por los galos á los 372 años de su fundación; por Alarico, rey de los godos, el 24 de agosto de 410 de la era cristiana; por Genserico, rey de los vándalos, en 455; por Odoacro en 467; por los ostrogodos en 536; por los godos en 538; por Totila, rey de los godos, en 546, y otra vez en 17 de setiembre de 548; por el emperador Constante II el 5 de julio de 663; por los lombardos en 750; por Astolfo, rey de la misma nación, en 775; por los sarracenos de Africa en 896; por el emperador Arnoldo en 996; y por el emperador Enrique IV en 1084. Pero los excesos, las matanzas ejecutadas por el ejército de Carlos V, hicieron olvidar á los romanos la rapacidad de los bárbaros que la habían despojado.>>

suya, pero perpetrado por tropas imperiales y por generales que proclamaban su nombre, y ejecutado por soldados católicos, precisamente cuando se acriminaba á Lutero y á los sectarios de la reforma sus desacatos y desmanes. La política que en esta ocasión adoptó Carlos V pareció el tipo de la que á su tiempo había de seguir constantemente el primer hijo que le acababa de nacer. Carlos se mostró exteriormente muy apenado por aquel triste suceso. Escribió al pontífice dándole el pésame, y asegurándole de su cariño y ofreciéndole su amistad. Se vistió él, é hizo vestir á la corte de luto; mandó suspender los festejos públicos que se celebraban en España por el nacimiento de su hijo Felipe, diciendo que un pueblo cristiano no debe alegrarse cuando su pastor está encadenado; y ordenó que en todas las iglesias de sus dominios se hicieran rogativas públicas por la libertad del Santo Padre. Publicó además un manifiesto á todos los príncipes cristianos deplorando la catástrofe de Roma y la prisión del papa, condenando las iniquidades cometidas por los suyos, protestando haberse hecho todo sin su voluntad ni consentimiento, y haberlo sabido con gran amargura, y declinando todo cargo y responsabilidad por tan infausto y abominable suceso (1).

Pero el soberano que mandaba hacer procesiones y rogativas públicas por la libertad del papa, no le redimía del cautiverio, y el que tanto lamentaba la prision del pontífice no daba orden á sus generales para que le sacaran de ella; atento, como había hecho con Francisco I, á sacar el mejor partido que le fuese posible de su cautividad.

La muerte de Borbón fué tan sentida por el emperador como celebrada en Francia, donde por sentencia del parlamento fué anatematizada su memoria y borrado perpetuamente su nombre y rayadas las armas de su casa. Todas las circunstancias que concurrieron en el saco de Roma fueron tales, que no es maravilla que tan terrible acontecimiento fuera mirado como un rayo de la cólera divina, y como un castigo providencial. Tampoco extrañamos que la odiosidad de la Europa católica alcanzara á Carlos V por más que él se sincerara. Ello es que la Italia entera pareció salir de su estupor para unirse por primera vez contra el príncipe de quien eran súbditos los saqueadores de Roma, y que la Francia y la Inglaterra, no obstante las protestas y las proposiciones de Carlos, se confederaron formalmente (18 de agosto) para rescatar al papa y á los dos príncipes franceses que estaban en poder del emperador, y para reponer á Sforza en el ducado de Milán, conviniendo en que pasaría á Italia un ejército francés al mando de Lautrec, costeado por la Inglaterra. Lo cual nos deja ya entrever otra nueva guerra europea, en que habrá de verse envuelto el emperador.

(1) Tenemos á la vista una copia de este documento, sacada del archivo de Simancas (Estado, Leg. núm. 1554), escrito en latín, y fechado en Valladolid á 31 de julio de 1527, no á 2 de agosto, como dice equivocadamente Sandoval.

CAPÍTULO XIII

GUERRAS DE ITALIA

TRATADO DE CAMBRAY.-LA PAZ DE LAS DAMAS

De 1527 á 1529

Nueva alianza de príncipes contra Carlos V.-Tratado y liga de Amiéns.-Triste situación del pontífice.-Más horrores y calamidades en Roma.-Muerte del virrey Lannoy. Ejército francés en Italia: Lautrec: sus primeros triunfos y reconquistas. -Tratos del papa con Carlos V.-Fúgase el pontífice de la prisión.-Embajadores de Francia y de Inglaterra en España: proposiciones y contestaciones.--Declaración formal de guerra.-Desafío personal entre Francisco I y Carlos V.-Conducta de cada soberano en este negocio y su resultado.-Marcha de Lautrec y de los franceses sobre Nápoles: bloqueo de esta ciudad.-Comportamiento de los generales del imperio.-Muerte del virrey Moncada en combate naval: el marqués del Vasto prisionero. Miserable situación del ejército francés frente de Nápoles: hambre, peste, abandono de los aliados.-El famoso almirante genovés Andrés Doria: deja el servicio de Francia y pasa al del emperador: consecuencias.-Muerte del mariscal Lautrec.-Prisión y muerte del marqués de Saluzzo: completa destrucción del ejército francés en Nápoles.-Destrucción de otro ejército francés en Milán por Antonio de Leiva. Trátase de una paz general.-Concierto entre el papa y el emperador.— Tratado de Cambray entre Carlos V y Francisco I.-Paz de las Damas.-Juicio crítico sobre este tratado y sobre las causas que le produjeron.

Excelente ocasión ofrecía el asalto y saco de Roma y el cautiverio del pastor universal de los fieles á todos los príncipes y soberanos enemigos de Carlos V, ó envidiosos de su poder, ó recelosos de su engrandecimiento, para conjurarse en su daño. Que por más que se esforzara por sincerarse á los ojos del mundo, si él no ordenó aquel escándalo, decían, suyos eran los generales y suyas las tropas que le cometieron: si Borbón obró sin su mandamiento, Carlos honra su memoria como la de uno de sus más predilectos caudillos; si el emperador deplora y condena el saqueo, no castiga á los saqueadores; y si manda hacer procesiones públicas por la libertad del Santo Padre, el Santo Padre sigue en cautiverio bajo la custodia de un rudo soldado imperial. A estos cargos, dictados al parecer por un plausible celo religioso y por el sentimiento de ver ultrajada la suprema autoridad de la Iglesia y presa de forajidos la ciudad santa, se agregaba, y era en verdad el principal móvil, aunque menos ostensible, el interés político de cada príncipe y de cada Estado, y el mayor ó menor resentimiento ó motivo de queja que cada cual tuviera contra el emperador.

Preparada venía de muy atrás la alianza de Francisco I y Enrique VIII de Inglaterra. Los tratos del inglés con la reina regente de Francia durante la cautividad de Francisco; el título de protector de la Santa Liga que Enrique había tomado en el tratado de confederación de Cognac; las conferencias celebradas entre los embajadores de uno y otro monarca en Westminster en los meses de abril y mayo (1527), todos eran precedentes

que conducían naturalmente al tratado de alianza celebrado en 18 de agosto en Amiéns entre el rey Francisco de Francia y el cardenal Wolsey, representante del soberano de Inglaterra. El objeto ostensible de este concierto era, como hemos indicado, la libertad del Sumo Pontífice y el rescate de los hijos del rey Francisco. Las bases principales del pacto, el matrimonio del duque de Orleáns con la princesa María de Inglaterra, la guerra al emperador, cuyo teatro sería otra vez la Italia, si no se allanaba á las proposiciones que le harían, y que Francisco levantaría los soldados y que Enrique proporcionaría los subsidios. Los motivos que impulsaban al francés á esta alianza son de sobra sabidos. En cuanto al inglés, además del designio de atajar los grandes progresos y la prepotencia del emperador, movíale otro particular interés: traía ya en su pensamiento el divorcio con la reina Catalina, hija de los Reyes Católicos de España, y para obtener la autorización de la Santa Sede, necesitaba presentarse como el más interesado y más activo promovedor de la libertad del pontífice. Entretanto el papa permanecía aprisionado en Sant-Angelo con trece cardenales, pues no habiendo podido pagar sino 150,000 escudos de los 400,000 á que se había obligado, no le daban soltura los imperiales mientras no completara la suma de la capitulación. A los horrores y calamidades que Roma acababa de sufrir se agregó la de una epidemia, que así se cebaba en aquella miserable población como en el relajado ejército imperial. Y como si la ira de Dios no hubiera descargado bastante sobre la ciudad santa, allá acudieron también el virrey Lannoy, don Hugo de Moncada y el marqués del Vasto, con el ejército de Nápoles, á acabar de recoger el botín, si alguno hubieran dejado sus compañeros. Alcanzó á los nuevamente llegados el contagio de la peste y el de la indisciplina, y á tal punto creció la insubordinación, que el virrey Lannoy, viéndose en peligro de perder la vida á manos de sus mismos soldados, huyó de aquella desventurada ciudad, y al fin enfermó en Aversa y acabó sus días en Gaeta. Otro tanto tuvo que hacer el príncipe de Orange, so color de ir á organizar la constitución de Siena y mantenerla á la devoción del imperio, recayendo el virreinato de Nápoles y el mando de aquel desenfrenado ejército en don Hugo de Moncada, enemigo del pontífice. De esta manera, sin pertenecer Roma al emperador, mandaban en ella imperiosamente sus soldados.

En tal situación, y habiendo entrado Venecia y Florencia en la nueva liga, nada hubiera sido más fácil ni más glorioso al rey de Francia que redimir á Roma y al pontífice, si Francisco, renunciando una vez á sus placeres, hubiera marchado resueltamente á ella como libertador de Italia y protector de su independencia. Pero aun le costó trabajo nombrar generalísimo de las tropas aliadas á Lautrec, y éste, conociendo la negligencia del rey, aceptó con repugnancia aquel cargo. Sin embargo, Lautrec marchó á Italia, y sus primeras operaciones fueron coronadas con el mejor éxito. Auxiliado del famoso marino Andrés Doria, se apoderó de Génova y restableció en ella el dominio de los Fregosos y del partido francés. Arrojó á los imperialistas de Alejandría, y enseñoreó toda esta parte del Tesino. Pavía, de funesto recuerdo para los franceses, fué entrada por asalto, y pagó la heroicidad de su anterior defensa siendo entregada al

saco de los nuevos conquistadores. Venecia y el duque Sforza querían que marchara sobre Milán y destruyera á Antonio de Leiva, que con corto número de tropas se sostenía allí desde la salida de Borbón sólo á fuerza de maña y de habilidad. Pero Lautrec, que sabía el pensamiento secreto de Francisco, que no era el de reponer á Sforza en Milán, obró con arreglo á sus instrucciones, y dejando la Lombardía se dirigió sobre Roma como á libertar al papa (1).

No extrañaríamos, aunque no hemos visto documento que lo acreditase, que Carlos V tuviera alguna vez el pensamiento que los historiadores extranjeros le atribuyen de traer á España al papa Clemente, por el orgullo de tener cautivos bajo un mismo techo uno tras otro á los dos más importantes y elevados personajes de Europa y de su siglo. Si tal acaso imaginó, graves consideraciones políticas le movieron sin duda á no ponerlo por obra y á adoptar otro partido. Escaso siempre de recursos pecuniarios el emperador, porque las cortes de Castilla los otorgaban de mala gana para que los empleara en guerras extranjeras y las de Valladolid se los habían negado, prefirió negociar por dinero el rescate del pontífice, y Clemente, allanándose á todo, sucumbió hasta vender algunas dignidades eclesiásticas para pagar, á dar en rehenes sus mejores amigos y no hacer nunca la guerra al emperador; que á tal estado se veía reducido el jefe de la Iglesia por el funesto afán de mezclarse en la política del mundo como el príncipe más secular. Mas no inspirándole completa confianza las promesas de Carlos, é impaciente por verse libre de la prisión, después de siete meses de cautiverio, de acuerdo sin duda con alguno de sus guardadores, se fugó una noche del castillo de Sant-Angelo (9 de diciembre de 1527) disfrazado de mercader, y saliendo á pie por una puerta del jardín del Vaticano se fué á Orvieto al campo de la liga. Desde allí se apresuró á escribir á Lautrec, dándole gracias por su buena intención de restituirle la libertad; mas no queriendo romper ni con el emperador ni con la liga, instaba á los confederados á que sacaran sus tropas de los Estados de la Iglesia, esperando así obtener de Carlos que sacara las suyas de Roma, entregada ocho meses hacía á un permanente saqueo.

Mientras esto pasaba, embajadores de Francia y de Inglaterra habían venido á España á negociar con Carlos la libertad de los príncipes franceses. El emperador accedía ya á modificar el tratado de Madrid, recibiendo dos millones de escudos de oro por el rescate de los rehenes, con tal que Francisco retirara sus tropas de Italia, y le restituyera Génova y demás conquistas hechas por Lautrec. Envanecido el francés con los recientes triunfos de sus armas en Italia, rechazó altivamente la proposición del español, exigiendo por primera condición que le volviera sus dos hijos, y repusiera á Sforza en el ducado de Milán sin las restricciones que Carlos le ponía. El soberbio tono de Francisco encolerizó al emperador, y contestó indignado que no cedería un ápice de lo que acababa de ofrecer. Oída por los embajadores esta respuesta, y con arreglo á las instrucciones que de sus soberanos habían recibido, comparecieron un día en la corte

(1) Guicciardini, lib. XVIII.-Sismondi, 107.-Verchi, 87 y sigs.-Sandoval, libro XVIII.-Robertson, lib. V.—Leo y Botta, lib. XI, cap. IV.

« AnteriorContinuar »