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plos de amor á la patria, y de sacrificio por el bien público que encendieron en el tiempo de sus crisis, no solo en la nobleza, sino aun en la plebe misma aquel brillante fuego de la gloria, á que no hay obstáculo que resista; y dieron el tono á toda la nacion, de suerte, que no se conocia entre los romanos competencia mas viva ni mas acalorada que cuando se trataba de disputar un premio honorífico. Herir al enemigo, escalar un muro, distinguirse por alguna accion valerosa era toda su ambicion, porque estaban firmemente persuadidos'; que en esto consistia la verdadera estimacion y la verdadera gloria.

Educada la juventud romana con tan heróycos sentimientos no reusaba ir á la guerra, campar en todas estaciones, obedecer sin violencia, arrostrar á los mayores riesgos, y llevar en sus corazones el vencer ó morir, que hace á los hombres tan osados y atrevidos; y así no hay que maravillarse que fuese Roma mas fecunda que ninguna otra repú blica en hombres grandes, cuya memoria será eterna, y que lo fuese igualmente en recursos en los mayores apuros y desgracias en que jamas desconfió de mejorar su suerte. Los acaecimientos funestos que hubieran abatido y consternado á cualquier estado sirvieron á los romanos de incentivo, no solo para superar sus infortunios, sino tambien para mejorar á fuerza de constancia su constitucion: efecto que debemos atribuir mas al perfecto conocimiento de sus fuerzas, y de la eficacia con que obra en el corazon humano el amor á la gloria y á la reputacion, que á un temerario empeño de no ceder jamas á la fortuna.

Con este objeto decretaba Roma premios y triunfos para los que se distinguian en las acciones militares. Las coronas Triunfal, Obsidional, Mural, Cívica, Naval y otras, eran señales de la virtud mas pura, y testimonios mas fidedignos del valor, que de tal suerte enardecian los ánimos de los romanos, que sacrificaban gustosos sus vidas por conseguirlos, sin embargo del baxo precio y estimacion que en sí tenia lo material de aquellos adornos, compuestos únicamente de la grama, del mirto, de la oliva, del laurel y de otras flores.

De esta manera excitaban los romanos hasta en los mas

simples soldados el valor: de esta manera les empeñaban á la gloria, y á interesarse en la felicidad de la empresa, de suerte que casi me atrevo á asegurar, que consiguieron formar tantos héroes como soldados; y de este medio, en fin, se servian para excusar en gran parte las recompensas pecuniarias que gravan y agotan los fondos públicos, y son siempre insuficientes para premiar á los beneméritos, pues siendo estos muchos es forzoso dexar bastantes descontentos, lo que ocasiona un desaliento general.

Un elogio del cónsul dicho en público en medio de su legion, bastaba para premiar un Romano, cuya intrepidez se habia señalado en el combate por alguna accion particular, produciendo en su espíritu la sorpresa mas agradable y lisongera, y una emulacion é inquietud extraordinaria en sus compañeros por llegar algun dia á merecer iguales distinciones, acompañadas de monumentos gloriosos y pruebas visibles y permanentes de su mérito, que pasaban á su posteridad, como la herencia mas preciosa, y como verdaderos títulos de nobleza.

Esto significaban las armas y despojos tomados al enemigo pendientes en los parages mas públicos de las respectivas casas: esto mismo simbolizaban tantas estátuas en hábito militar que adornaban los átrios y edificios mas públicos, eternizando el renombre que tenian entre los romanos, segun lo notó Ciceron (1).

Ademas de estos honores gozaban tambien los que habian sido así premiados por los cónsules, la distincion de asistir á las fiestas y espectáculos públicos adornados de un vestido particular, prohibido á toda otra persona, cuyo privilegio se miraba como un supremo honor, capaz en aquellos tiempos de encender el corazon mas tibio; por el cual se daban por bien empleados los incesantes trabajos, fatigas y peligros que los conducian á aquel grado de gloria, siendo obgeto de la pública admiracion de los concurrentes, que fixos en ellos los ojos, consideraban en sus personas unos ciudadanos esforzados y defensores de la patria, lisongeando sus oidos con el susurro halagüeño de los elo

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gios y alabanzas que excitaban sus gloriosos hechos.

El emperador Justiniano para recompensar el imponderable valor, virtud y pericia de su capitan general Belisario, que arrojó á los godos de Italia, reprimió á los persas, vándalos y alanos, llevando en triunfo á Constantinopla á su Rey Gelimerio, y reunió el Africa al imperio: entre otros honores singulares, hizo acuñar una moneda en que de un lado se veía grabada la imágen del mismo emperador, y en el otro la de Belisario armado con este lema: Belisarius Decus Romanorum.

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Nada encuentro mas magestuoso, mas sublíme, ni de mayor pompa que el honor del triunfo que se concedia en Roma á los generales victoriosos. No cabe en la idea la impresion que debia hacer aquel aparato en el alma de un particular, á quien salia á recibir todo el respetable cuerpo del Senado, acompañado de los demas órdenes del estado, en cuyo obsequio humeaban los templos, y se ofrecian á los dioses reverentes sacrificios en accion de gracias de su victoria; y que conducido en un suntuoso y magnífico carro triunfal, á vista de todo el pueblo, iba precedido de los gloriosos despojos del enemigo, y seguido del exército vencedor, que hacia resonar en todos los ángulos de la ciudad las justas y sinceras aclamaciones de su gefe. No parece sino que tan augusta ceremonia conspiraba á elevar al triunfador sobre los términos de la humanidad.

En efecto, las columnas, los arcos triunfales, los trofeos y estatuas que se erigian en memoria de aquellos héroes romanos nos han conservado en la historia los nombres inmortales de los Metelos, los Marcelos, los Scipiones, los Mumios, los Emilios, los Césares, los Pompeyos y otros infinitos.

Aquella república, cuya política fué ciertamente sábia y profunda, aunque no perfecta, porque al fin era obra de la humanidad, estimó de tanto valor el triunfo para exercitar la virtud de los militares, que dice Valerio Máximo, reputó por insolencia intolerable y perjudicial á la patria el desprecio del triunfo, y le castigó con destierro para repri mir el orgullo y conservar en toda su reputacion un honor que habia sido de tanta utilidad, y que solo se dispensaba

á los generales que al frente del enemigo sabian merecerlo con alguna victoria ó accion memorable.

No era menos el cuidado de los romanos en honrar la memoria de los que morian en la guerra, erigiéndoles magníficos sepulcros adornados de elegantes inscripciones, que á imitacion de los griegos eternizaban su fama.

Todos estos hechos que nos conservan las historias, los mármoles y bronces que han llegado hasta nuestros dias, manifiestan la grande estimacion, con que Roma miraba las acciones valerosas, y el premio que las dispensaba hasta el sepulcro.

Sin esta política ¿cómo hubiera podido gloriarse de la heróyca intrepidez de un Horacio, del incomparable arrojo de un Mucio Scébola, de la firmeza inimitable de un Régulo, y de otros tantos tan ilustres y esforzados soldados que llenaron de gloria á la república? Es constante, segun lo afirman Vegecio y Quintiliano, que los romanos no eran de la grandeza de los alemanes, ni en mayor número que los franceses, ni tan astutos como los africanos, ni tan fuertes como los españoles, ni tan prudentes como los griegos, y sin embargo extendieron su imperio mas que otras naciones, lo que justamente debe atribuirse á las distinciones que dispensaban á los que se habian señalado en sus mandos y campañas, y á la pomposa ostentacion, magnificencia y aplausos con que eran recibidos y tratados por la patria estos generales.

No se contentaron los romanos con estas señales exterio res para recompensar los servicios militares: fueron muchos los privilegios con que los distinguieron: hallamos entre estos algunos que han recopilado varios autores, haciendo subir unos á cuarenta y siete, otros á cincuenta, y algunos á cincuenta y seis, los que dispensaron al peculio Castrense; pues siendo tan rigurosa entre ellos la patria potestad, que daba á los padres el derecho de vida y muer te, concedieron sin embargo á los hijos de familias la facultad de testar y disponer á su arbitrio de los bienes adquiridos en el servicio militar, y no solamentę obtuvieron esta gracia los que estaban en actual servicio, sino los veteranos, que así llamaban á los que, cumplido el tiempo

de veinte años, se retiraban á sus casas.

A estos honró con singularidad Constantino, concediéndoles la exêncion de todo empleo concegil, de la concurrencia á las obras públicas, de los tributos en las ferias, y en sus comercios y negociaciones particulares, de la admision de las tutelas y curadurías, de alojamientos, capitaciones, contribuciones extraordinarias, derechos de peages y portazgos, y de la conduccion y recaudacion de rentas Reales. Tambien gozaron los veteranos el privilegio de que ni ellos ni sus hijos podian ser condenados á minas, azotes, ni á ser devorados por las fieras.

Finalmente el gran Constantino miró con tanta atencion estos beneméritos ciudadanos, que hizo un encargo muy especial á los gobernadores de las provincias para que castigasen severamente á los que se atreviesen á injuriarlos; y los enviaba condecorados con la dignidad protectoria á las provincias del imperio para ocurrir á las necesidades públicas, y á mas de esto solian tambien repartirse los terrenos conquistados (1) entre estos mismos veteranos, proporcionándoles un establecimiento fixo y cómodo, y la repú blica unos vasallos útiles.

Tambien eran exêntas de todo tributo las tierras ó posesiones concedidas á los soldados, y de tal manera estaba asegurado en ellos su dominio, que no lo podian enagenar, ni alegar en su favor el derecho de la prescripcion los compradores; y el emperador Teodosio estableció la pena de proscripcion contra los que injustamente ocupasen tales

terrenos.

Para hacer mas recomendable la profesion militar repelieron de ella los romanos á los esclavos y á los pobres; á los hombres obscuros, á los infames, á los delincuentes públicos y capitales, á aquellos que tuviesen controversia sobre su estado y libertad, á los vagos y á los despedidos ignominiosamente del servicio; y los emperadores Severo y Antonino establecieron por una de sus leyes, que el que pretendiese alistarse en la milicia, se presentase á los gefes militares, ó por mejor decir al maestro de los soldados é ca

(1) Luc. lib. 1. Pharsal. v. 344

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