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de justicia, y sobre todo, por la insolente jactancia con que publicaban que antes de cumplirse el 31 de diciembre, término fatal de la pragmática, habria mundo nuevo, representó al rey que necesitaba mayor número de tropas; empero Deza, que era enemigo suyo, por algunas competencias que habian tenido sobre los derechos de su jurisdiccion, le aseguró que no habia que temer ninguna rebelion; que los moros no estaban descontentos como el virey decia; que el último edicto era bastante para contenerlos, y los magistrados tenian autoridad y fuerzas para reducirlos á la obediencia; que el marqués deseaba la guerra, porque se prometia que el mando se habia de dar á él y á su hijo el conde de Tendilla. n vista de esta representacion se despreció la prudente esposicion del marqués, y no se le enviaron refuerzos para Granada.

No cabia en la cabeza del presidente don Pedro Deza, que pudiera haber un levantamiento general: juzgaba que todo eran maquinaciones de gente perdida, impotente, interesada en revolver el pais. Ni aun llegó á persuadirse de la inminencia de la rebelion y de la guerra, cuando el 23 de diciembre, un jesuita, el padre Albotodo, le dió cuenta de que un morisco arrepentido le habia revelado en la confesion el proyecto de la insurreccion. Se contentó con mandar reforzar las guardias aquella noche, y rondar por sí mismo la ciudad. A la mañana siguiente llegó la noticia de que aquella misma noche una par

tida de monfís habia asesinado en Poqueira á varios escribanos y alguaciles de la audiencia, que habian salido á la sierra á pasar las vacaciones de Pascua, y que los caballeros Diego de Herrera y Juan de Hurtado, que subian desde Motril con cincuenta soldados y una carga de arcabuces, para guarnecer el castillo de Ferreira, al pernoctar en Cadiar habian sido degollados en sus mismos alojamientos. Antes que á las autoridades cristianas, llegó la noticia de estos asesinatos al Albaycin, trasmitida por fieles espías.

Tanta era la ceguedad del presidente Deza, que ni aun se alarmó con este fatal suceso, atribuyéndolo á algunos moros berberiscos que habrian desembarcado en la costa, y reunídose con los monfíes como tantas otras veces para atacar algun pueblo. No se aumentaron las precauciones en la ciudad, salvóse esta por un hecho providencial. Una gran nevada interceptando los pasos y las veredas de los montes, impidió llegar en la noche del 24 de diciembre al pié de los muros de Granada, á un cuerpo de seis mil moriscos montañeses, concertados de antemano. Su gefe Aben-Farax, sin reparar en lo crudo de la noche, con solo doscientos salteadores que pudo reclutar en los lugares de Pinos, Cenes y alquerías inmediatas, diciendo á los alpujarreños que los del Albaycin se le reunirian, y afirmando á los del Albaycin que llegarían los ocho mil hombres de Lecrin y de la Vega, llegó á la media noche á los mu

ros de Granada, penetró en la ciudad agujereando el muro, sorprendiendo una guardia de soldados. cristianos, recorriendo con su gente, dividida en dos turbas, varias calles, despertando á los moradores del Albaycin al grito sacramental de los árabes: «No hay mas Dios que Dios, y Mahoma es su profeta.» Al ver tan poca gente los del Albaycin, no solo no les siguieron sino que se encerraron en sus casas. El toque de las campanas de San Salvador, con que dieron la alarma los cristianos, le hizo salir con su gente por el mismo portillo por donde habia entrado y retirarse á Cenes, despechado y lamentando el compromiso á que le habian conducido los que tan cobardes se mostraban; desesperado al verse privado de los auxilios de los montañeses de la Alpujarra, á quienes la nieve habia cerrado el paso de la sierra.

A la mañana siguiente los cristianos no podian darse cuenta de lo que habia pasado durante la noche. Se reconoció el Albaycin con muchas precauciones, y todo se halló tranquilo, sosegado y encerrados los moros en sus casas. Salió el capitan general en seguimiento de los monfis, hácia la falda de Sierra Nevada, á donde le decian haberse dirigido. No logró a'canzarlos, ni aun verlos. Aben-Farax y sus atrevidos compañeros, habian desaparecido entre las sierras cubiertas de nieve.

Creyeron los moriscos llegado el momento de tremolar francamente la bandera de la insurreccion. Reunidos los monfís y moriscos montañeses, alzaron

por su rey á un jóven de notable valor, descendiente de los antiguos califas Omniadas, llamado entre los moriscos Aben-Humeya; bautizado con el nombre de don Fernando de Valor y Córdoba. Habia sido caballero veinte y cuatro de la ciudad de Granada, empero su desarreglada juventud le habia hecho vender el cargo para poder pagar sus deudas. Hallábase preso en Granada y la noche de la víspera de Navidad, en que Aben-Farax habia hecho su rapidísima invasion en la ciudad, huyó acompañado de un esclavo negro, y de una morisca viuda, su querida, y fué á reunirse en Veznar con sus parientes los Valor, á quienes debió su ilusoria corona.

Al segundo dia de ser elevado Aben-Humeya al efímero trono sobre el que le colocaron los montañeses, se presentó Faráx con sus compañías de salteadores, y al saber la eleccion de rey que acababa de hacerse, reclamó para sí aquel honor, por ser tambien de la noble familia de los Abencerrajes, tener mas esperiencia en el arte de la guerra, y haber sido el primero que habia lanzado en medio del pueblo morisco el grito santo de la libertad. Los de Veznar sostuvieron decididamente la eleccion, y cuando estaban á punto de combatir, se acordó por todos para evitar rivalidades que don Fernando Valor fuese el rey, y Faráx su alguacil mayor, la dignidad mas alta que despues de la del rey conocieron los moros.

Faráx marchó el 31 de diciembre con quinientos

monfís ó salteadores, á propagar la insurreccion por todo el pais montuoso del reino de Granada, desde las playas de Vera hasta los confines de Gibraltar. Proclamaron á Mahoma, degollaron á cuantos cristianos caian en sus manos, incendiaron las iglesias, robaron las casas de los que huian á refugiarse en las torres ó en los templos, de donde el hambre ó el fuego los hacia salir para encontrar una muerte lenta y cruel. Por todas partes sembraron el martirio, la desolacion y la muerte, ensañándose mas particularmente con los sacerdotes, añadiendo al martirio de estos el escarnio y la pública afrenta.

Aben-Humeya desaprobó y trató de impedir tanta crueldad, proponiéndose desde luego organizar su gente, pedir socorros al Africa y seguir una nueva política. Mas de tres mil españoles perecieron en el espacio de seis dias, de un modo bárbaro, por órden y á la vista del feroz Aben-Faráx, que ni perdonó á los amigos personales del rey Aben-Humeya.

Al llegar al castillo de Laujar, el 29 de diciembre, morada en otro tiempo del destronado Boabdil, hizo Aben-Humeya separar cautelosamente á Faráx de sus terribles monfís, y mandando le diese cuentas de sus robos, le depuso del cargo de alguacil mayor que trasladó á Aben -Jahunar el Zagüer, su tio. Asi si bien no se atrevió á arrostrar la impopularidad de quitar la vida á aquel mónstruo, inutilizó completamente su influencia. Mandó dar un pregon para que en lo sucesivo no se pudiera dar muerte á

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