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eran píos, finos, esbeltos, de miembros flexibles y cabeza pequeña; oriundos de los desiertos de Africa y criados en la taha de Purchena. Tanto la crín como la cola de éstos y de los rondeños, estaba sujeta por medio de lazos y moños, formados con cintas multicolores artísticamente entretejidas con hilillos de oro.

Estos paladines, que eran los que aquella tarde habían de tomar parte en la contienda, sólo empuñaban como arma ofensiva y defensiva, una varilla larga y flexible desprovista de todo hierro.

Cuando los dos escuadrones hubieron llegado al medio de la plaza, los caballos tomaron el paso corto, y al estar bajo el palco regio se desplegaron en dos alas; después, y á un tiempo, paráronse en firme, saludaron cortesmente los caballeros al monarca, y volvieron por el mismo orden al sitio de salida, situándose cada bando á un lado de la puerta principal.

La ansiedad de los espectadores por presenciar la justa era cada vez mayor, y según su particular punto de vista, cada cual presa

giaba á su manera el resultado de la lucha. Quién apostaba doble contra sencillo en favor de los de Ronda; quién, pregonaba á voz en grito la destreza de los de Guadix y Baza, á los cuales, de antemano, adjudicaba el triunfo. Y en estas contiendas, y con tales discusiones, los ánimos iban excitándose por momentos, hasta llegar á convertirse en motines y pendencias; á tal punto llevaban á los buenos musulmanes su impetuoso carácter y su decidida afición por esta clase de fiestas.

Esperando la orden del rey, los caballeros seguían en sus respectivos sitios, demostrando en sus ademanes la impaciencia que á ellos también dominaba porque llegara el instante en que habían de poner en juego su destreza.

Al frente de los caballeros de Ronda iba Edressi-Al-Ramy, aquel esforzado paladín cuya cimitarra tan temida era por los cristianos de la frontera; seguíale Abul-Talik, el simpar jinete y correcto poeta, de quien había de descender aquel otro inspirado cantor de las bellezas de España, Abul-Beka, de cuyas odas y flores, ocupándose un comentarista árabe, dice que merecen estar escritas en

letras de oro y exponerse en el templo de la Meca al lado de los poemas de Moallaka; detrás de Abul-Talik, refrenaba su indómito potro Naj, el de Loja, quien tan hábil era en el manejo del arco, que según expresión de uno de sus contemporáneos, allí do ponía el ojo, clavaba la flecha. Los compañeros de éstos eran jóvenes de las primeras familias moras de aquella parte de Andalucía.

Un hijo del Walí de Guadix, Alí Shaffy, comandaba el segundo escuadrón, compuesto asimismo de apuestos mancebos, entre los que se distinguía por su gentil donaire el imberbe Abul Khilkan, primogénito del caid de Andarax.

En tanto que llegaba el momento de entrar en liza, Al-Ramy daba en voz baja instrucciones á los suyos, mientras Alí acariciaba á su corcel que, espantadizo é inquieto se encabritaba sin cesar; por su parte, Abul Khilkan, sin parar mientes en cuanto á su alrededor pasaba, sólo tenía fija su atención en uno de los palcos de las mujeres, desde donde Ssobyhha, la hermosa hija del wazir de Cadiar, presenciaba la fiesta.

Pero sin duda el destino había dispuesto que los buenos muslines no gozarían aquel día de la justa, y que el regocijo del pueblo habríase de trocar en tumultuosa algarada.

En los alrededores de la plaza déjase oir de repente tremenda vocería, aumentándose por momentos el ensordecedor ruido.

-¿Quiénes gritan?-se preguntaba la gente.- ¿Acaso es una zambra de los israelitas, ó es que Zenetes y Mazamudes han venido de nuevo á las manos?

-Más bien podrá ser-replicaban algunos, que el pueblo haya atacado á esos odiosos berberiscos de la guardia, á quienes Alá confunda.

Nadie, sin embargo, podía satisfacer la curiosidad general.

En esto, por la puerta principal entró en el circo un personaje de altivo continente y estatura colosal, grueso y fornido, de semblante hosco y barbitaheño, que llevaba con presuntuosa ostentación magníficos vestidos de seda y terciopelo, y en la cabeza un casco de bruñido acero en el que reverberaban los rayos del sol poniente. Este, que era el walí

de Granada, Al-Ahmed, se dirigió con resolución al palco del soberano seguido de varios oficiales moros, armados, como él, con largas y corvas cimitarras y gumías de puños artísticamente cincelados.

En el semblante de Aben Abdallah apareció un signo de sorpresa al apercibir al Wali; y cuando éste hubo llegado á su presencia, exclamó con vehemente acento:

-¿Qué azar te trae aquí mi buen Almed? El Walí, haciendo un profundo acatamiento, y con voz ruda y opaca, replicó:

-Amyr-al-Munemin, acaban de llegar tres extraños emisarios de parte de esos al ramys...

—¡Cristianos!—le interrumpió vivamente el rey-¿Y qué desean?

-Su misión es tan importante, según dicen, que sólo con el emir desean entenderse. Aben-Abdallah se irguió altanero, respondiendo secamente:

-No puedo recibirlos; si algo quieren, ahí está el Consejo de los jeques.

Al-Ahmed se aproximó al rey, y le dijo á media voz:

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