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PRÓLOGO

ASEANDO cierto día por la plaza de la Sorbonne, en París, hube de detenerme ante el escaparate de un almacén de libros de lance, cuando mi vista tropezó con un rótulo escrito en gruesos caracteres sobre un carlelito, el cual rótulo decía así: «Obra póstuma, inédita, del Conde de Salvandy: Datos curiosos é interesantes relativos á los tiempos de la dominación de los árabes en España.»

No bien leo el anuncio, cuando entro resueltamente en la tienda, trato sobre la marcha el precio del libro, y, con él bajo el brazo, me dirijo apresuradamente á mi casa.

Sin duda, aquella obra podría constituir para mí un feliz hallazgo. Hacía bastante

tiempo que en mi cerebro bullía incesante una idea, descabellada acaso, y desde luego irrealizable tratándose de mí; había yo soñado en ser para España lo que Walter Scott fuera para su patria: el narrador pintoresco de sus costumbres, de sus tradiciones, leyendas y consejas. No extrañará, pues, el discreto lector, la prisa que me dí en adquirir el manuscrito del malogrado literato que tan bien supo pintar en su Lorenzo y en Don Alfonso el carácter de los españoles. ¿Quién podría decir que lo que ni Huber, ni Irving, ni Viardot consiguieron, no lo había de realizar yo? ¿Por qué Salvandy no había de ser mi Robertson? Embebido en estos pensamientos, llegué á mi casa.

Cuando mi anciana tía Toinón vióme entrar con aquel infolio, exclamó, poniendo cara de vinagre y calándose los lentes para verme mejor:

-¡Así empezó Don Quijote!

Pero yo, sin detenerme á contestarle, entré en mi cuarto y me encerré por dentro; deseaba estar solo para leer á mis anchas el consabido manuscrito.

Aquella noche no me acosté hasta bien entrada la madrugada, leyendo de un tirón todo el libro.

Por una rara excepción, el anuncio del mercader no mentía; los datos eran en verdad, tan interesantes como curiosos, no pudiendo yo colegir de dónde los hubiera recogido el autor. En mi afán por leer cuanto tuviera alguna relación con la historia de España de la época de la Reconquista, había ido reuniendo tantos libros, que llegué á formar con ellos una verdadera biblioteca; pero ni en las viejas crónicas castellanas, ni en los rancios pergaminos de Al-Razy y otros autores árabes, como tampoco en las obras y revistas modernas, desde el Magazin fur newe Historie hasta la Historical Encyclopedia, había hallado hasta entonces noticias de más interés para el objeto que desde ha tiempo perseguía.

-¡Eureka! ¡Dí con ella!-exclamé con entusiasmo, dando un fuerte puñetazo sobre la mesa cuando terminé la lectura.

Pero en el instante mismo retiré la mano, y lancé un grito. Había derribado la palmato

ria, y quedé á obscuras; y no era ciertamente esto lo que más sentía, sino un fuerte dolor en la muñeca, y sobre todo, la sangre que en abundancia por ella corría.

Como Dios me dió á entender encendí un fósforo.

¡Ah! ¡Qué horror! Mi mano, la mesa, lá carpeta, y en particular el libro, estaban llenos, no de sangre, sino de tinta; y aún no era esto lo peor, sino que el tintero había ido á vaciarse precisamente en la hoja por donde el manuscrito estaba abierto, y que era uno de los capítulos más interesantes de la obra. No tenía á mano trapo ni esponja; pero apliqué la lengua, y.....

Escrito está: los grandes designios á costa de cruentos sacrificios se han de realizar.

En mi afán por quitar los borrones, no había tenido presente que el fósforo podría consumirse; y así, al mismo tiempo que mi boca paladeaba el sabor agridulce de la tinta, en el dedo pulgar de la mano derecha sentí el vivo escozor de una quemadura.

Mas, al fin, el escrito quedó, si no limpio, inteligible.

Y

pasemos á ocuparnos de la obra. Pero he de advertir antes que siento algún escrúpulo al hacerlo; porque ¿sabré yo demostrar su mérito? Mis alabanzas, por otra parte ¿no resultarían contraproducentes, considerándolas acaso como hijas de un interés mezquino ó particular? Por lo tanto, creo que mejor que cuanto pudiera yo decir, será el presentar una muestra del género.

Así, voy á traducir y á transcribir aquí, ad pédem litteræ, uno de los capítulos del libro; que es el siguiente:

DON MARTÍN DE BARBUDA

Abén-Abdallah Yusuf, hijo de Mohamed, el de Guadix, reinaba en Granada.

Serían sobre las cuatro de la tarde de un espléndido día de mayo, cuando una muchedumbre de gente de toda clase y condición se dirigía apresuradamente hacia el sitio que hoy ocupa la plaza de Bibrrambla: era que á aquella hora y en tal lugar, iba á celebrarse la ani

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