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II

Mahomed-el-Nazir, cuarto monarca de la dinastía de los Almohades, á quien los españoles apellidaron el Verde por el color de su turbante, viéndose ya poseedor en absoluto del imperio de los moros en Africa, resolvió reunir todas sus fuerzas, para conducirlas á España, y reanudar aquí las antiguas conquistas de Tarik y Muza. En su consecuencia, hizo proclamar en sus estados la guerra Santa, y bien pronto una inmensa muchedumbre de guerreros se halló pronta para pasar el mar en busca de botín.

El ejército africano se aumenta aún más al desembarcar en Andalucía con los descontentos de este país, á quienes el soberano marroquí, lleno de confianza en su empresa, les promete hacerles dueños en muy poco tiempo de todos los países que comprende el territorio español, y que en otras edades poseyeron los hijos del Islam.

Ardiendo en deseos de llegar á las manos con el ejército cristiano, el soberano mahometano hace avanzar á su ejército, que algunos historiadores hacen elevar á seiscientos mil hombres, y llega á la frontera de Castilla.

Era á la sazón rey de este último estado Alfonso, apellidado el Noble, el cual, advertido de los preparativos del africano, había impetrado el auxilio de los príncipes cristianos de Europa. El papa Inocencio III, publicó una cruzada con tal motivo, por la que concedió muchas indulgencias, y el arzobispo de Toledo, D. Rodrigo, que había pasado á Roma como embajador del rey católico, predicó á su vuelta por Italia y Francia en favor de la empresa de combatir á los musulmanes, logrando así decidir á muchos caballeros á seguirle.

Toledo era el lugar de la cita, adonde muy pronto se vieron llegar más de sesenta mil cruzados italianos y casi otros tantos franceses, los cuales se unieron á los castellanos que ya se hallaban organizados.

El rey de Aragón, Pedro II, el mismo que después pereció en la guerra de los Albigences, concurrió con su valiente ejército; Sancho VII, de Navarra, no tardó en aparecer al frente de sus guerreros; y los portugueses, cuyo sobera

no acababa de morir, también se presentaron mandados por sus mejores capitanes. Toda la España cristiana tomó en fin, las armas: se trataba nada menos que de su porvenir, y acaso del de toda la cristiandad, pues nunca, desde el tiempo del rey Rodrigo, habían estado en tan inminente peligro.

Al pie de los montes llamados Sierra Morena, y en un lugar denominado las Navas de Tolosa, fué en donde se encontraron los dos ejércitos enemigos; mas los cristianos observaron que Mahomed se había posesionado de las alturas que dominaban el camino por donde necesariamente deberían aquéllos pasar.

El designio del africano era: ó forzarlos ó volver á atrás, lo cual los exponía á carecer de víveres, ó destruirlos impunemente desde lo alto de las estrechas gargantas, si se atrevían á adelantar.

Los reyes confederados estaban indecisos sobre el camino que debían tomar. Alfonso era partidario de marchar adelante presentando batalla al enemigo; Pedro y Sancho, por el contrario, optaban por retirarse. En esta discusión, entra un desconocido vestido de pastor en la tienda real, y se ofrece á los príncipes para conducir las tropas por senderos descono

cidos. A éste se debió la salvación de aquel ejército.

El pastor guió á los reyes por caminos escabrosos, á través de rocas y torrentes, y así llegaron á la cumbre de la montaña, mostrándose de improviso ante los ojos de los moros que los contemplaban atónitos. Los españoles se prepararon para el combate durante dos días enteros, orando, confesando y comulgando. Los monarcas dieron los primeros este ejemplo de fervor religioso. Los prelados, y los eclesiásticos todos, que en gran número se contaban en el campo, después de haber absuelto á estos piadosos guerreros, se dispusieron á seguirlos á lo más rudo de la pelea.

Llegó el día tercero, 16 de julio del año 1212, y las tropas cristianas se ponen en orden de batalla, divididas en tres cuerpos, cada uno mandado por un rey. Alfonso y sus castellanos, estaban en el centro con los caballeros de Santiago y Calatrava, órdenes recientemente instituídas; Rodrigo, arzobispo de Toledo, é historiador de esta gran jornada, estaba al lado de su soberano, precedido de una gran cruz, insignia principal de aquel ejército. Sancho y sus navarros formaban la derecha. Los aragoneses con Pedro, la izquierda. Los cruzados ita

lianos y franceses, reducidos estos últimos á un pequeño número por la deserción de sus compañeros, que no habían podido soportar el sofocante calor de aquel clima, marchaban delante de las tropas guiados por Arnaud, arzobispo de Narbona y de Thibault Blazón, señor poitevín. Así colocados descienden al valle que los separaba de sus enemigos.

Siguiendo su antigua costumbre, los moros desplegaron por todas partes sus soldados, sin orden ni concierto. Constituía la principal fuerza de éstos una excelente caballería compuesta de unos cien mil combatientes; el resto lo formaban un montón de infantes mal armados y poco aguerridos.

Mahomed, que se había situado en la cumbre de una colina que dominaba el campo de batalla, estaba resguardado por una cerca compuesta de gruesos barrotes y cadenas de hierro y por lo más escogido de sus caballeros, que formaban un triple círculo á su alrededor. De pię, en medio de aquel inexpugnable reducto, y con el Alcorán abierto en una mano y el alfanje en la otra, el monarca mahometano mandaba sus tropas, cuyos bravos escuadrones corrían impetuosamente de uno á otro lado de la llanura.

Desde un principio, los castellanos dirigieron

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