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gular contraste con el inusitado lujo que por doquiera allí reinaba. Uno de ellos, el que marchaba al lado del Walí, y que era hombre ya entrado en años, llevaba puesto un hábito largo de sayal obscuro muy raído y deteriorado por el tiempo, cubriendo su cabeza un capuchón de la misma tela, y unas sandalias de piel de toro los pies; de su cuello pendía un rosario de gruesas cuentas rematado en una cruz de metal dorada y de gran tamaño; era, en fin, el traje usado por los numerosos ermitaños que en aquel tiempo se hallaban esparcidos por toda España. Los dos compañeros del cenobita, que marchaban detrás de él, eran dos jóvenes vestidos á la usanza de los campesinos portugueses: pantalón y chaqueta de paño burdo, polainas de cuero y sombrero de anchas alas.

Los tres portugueses, pues sin duda lo eran dada su indumentaria y su afectada gravedad, caminaban impasibles por entre la muchedumbre, que los contemplaba con cierta curiosidad no exenta de prevención.

Llegados que hubieron delante de Aben Abdallah, éste exclamó con brusco acento:

-¿Qué quereis?

El ermitaño, que hasta entonces llevara la vista fija en el suelo, levantó la cabeza, y sus ojos grandes, vidriosos é inquietos, cual si estuvieran animados por recóndita fiebre, se fijaron en el semblante del rey moro.

Después, con voz apagada y breve, replicó:

-Venimos de parte del Gran Maestre de Alcántara, Don Martín de Barbuda. He aquí su mensaje.

Y sin esperar la venia del monarca, con gran parsimonia, metió su mano bajo el hábito, de donde sacó un pequeño rollo sujeto con unos cordones de hilo negro; los cuales desató con mucho cuidado, desdoblando al fin un pergamino, en el que con marcada prosopopeya leyó en correcto árabe lo que sigue:

Yo, Don Martín de Barbuda, Gran Maestre de la ínclita y apostólica orden de Alcántara y San Julián de Pereiro, á Abdallah, jefe de las tribus moras de Granada.--En el nombre de Dios, único y verdadero, yo os requiero á tí y á todos los tuyos, á que, adjurando la falsa ley de Mahoma, abracéis

la fe de Jesucristo. Y no habéis de ver en este mi mensaje la obra ostensible del hombre, sino la oculta voluntad del Todopoderoso: es mi palabra no más que el eco de los designios del Altísimo. Mas si queréis pruebas, como obcecados incrédulos, yo os las presentaré bien palmarias. Elije tú, Abdallah, cien guerreros de los más esforzados entre los mahometanos, los cuales en singular combate habrán de reñir con sólo cincuenta caballeros cristianos; teniendo entendido que los vencidos con todos los de su raza, habrán de acatar las creencias de sus vencedores. Espero tu respuesta por el venerable ermitaño, mi enviado. ¡Que Dios te ilumine para...»>

No pudo continuar. Los espectadores habianse levantado en masa; y en tanto que unos gritaban desaforadamente, otros amenazaban á aquellos tres locos, que iban á escarnecer las creencias religiosas de un pueblo tan fanático como el musulmán.

El monarca granadino, sorprendido hasta la estupefacción por aquella inesperada salida, contemplaba al ermitaño, que impasible y con el pergamino en la mano, parecía como

que esperaba á que la tormenta pasara para continuar su interrumpida lectura.

Aben-Abdallah se volvió bruscamente hacia el Walí, y le dijo:

-¿Será un loco?

El semblante de Ahmed habíase tornado lívido de cólera, y con acento en que se traslucía toda la ira que en su pecho hervia, replicó:

-Señor, dejadlos de mi cuenta; haré en ellos un ejemplar castigo.

Aben-Abdallah no contestó, sino que movió la cabeza, y sus acerados dientes mordieron los labios hasta hacerse sangre.

-Ordena al momento que sea desalojada la plaza-dijo al fin;-y encierra á estos tres cristianos en la torre de los Gomerez; mañana resolveremos.

Y el monarca granadino se levantó, y con ademán descompuesto se dirigió hacia la puerta reservada para la Corte.

Momentos después, al son marcial de trompetas y atabales, una brillante comitiva, precedida de un escuadrón de coraceros de la Guardia, y del estandante de Al-Hamar, y

presidida por Aben-Abdallah, y el príncipe Mohamed, tomaba la cuesta que conduce al palacio de la Alhambra.»>

Hasta aquí el capítulo de la obra de Salvandy.

Mas ésta, en mitad de un párrafo muy interesante en que se trata de aquella célebre escuela de Córdoba titulada Dar-Alhikma (Casa de la Sabiduría) se corta de repente, quedando por lo tanto incompleta.

Pero algunas líneas más abajo, hallé la siguiente nota, que explicaba el motivo de aquella interrupción.

«Mi estado de salud no me permite continuar por ahora estos apuntes ¡acaso no los termine! De todos modos, confío en que mi labor no ha de resultar inútil ni estéril; pues ¿no habrá alguien que quiera proseguir la honrosa y meritoria empresa? En tal caso, yo aconsejaría á éste, que para cuantas dudas le ocurriesen, consultase con Ebn-Saadi, comentarista árabe bastante ilustrado y morabito muy considerado entre los mahometanos

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