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II

El rico y hermoso territorio español, después de haber estado sometido á los cartagineses y á los romanos, fué á caer en poder de los bárbaros. Los alanos, los suecos y los vándalos, conocidos bajo el nombre de godos, se habían repartido sus provincias, hasta que Eurico, uno de sus reyes, reunió bajo su cetro á últimos del siglo v á toda España y lo que hoy constituye Portugal, trasmitiendo después esta herencia á sus descendientes.

La benignidad del clima, las riquezas naturales de su suelo, la misma tranquilidad con que vivían, no turbada por ninguna guerra con enemigos extraños, afeminaron pronto á estos nuevos conquistadores, haciéndoles contraer vicios que antes no conocían y trocando su antiguo valor en desidia y abyección.

Los reyes que sucedieron á Eurico, ora católicos, ya arrianos, abandonaron el poder en manos de los obispos. Las contiendas suscitadas

entre unos y otros dieron lugar á continuas conspiraciones y disturbios. Rodrigo, el último de los monarcas godos, manchó el trono con sus vicios é influyó en la ruina de su nación.

El conde Julián y su pariente el arzobispo Oppas, ambos señores muy poderosos, favorecieron secretamente la irrupción de los moros á causa de ciertos resentimientos con su rey.

Tarik, lugar-teniente y uno de los mejores capitanes del ejército de Muza, fue enviado por éste, juntamente con un corto número de soldados, para probar fortuna en España.

A pesar del reducido número de combatientes con que contaba, Tarik no titubea en presentar batalla á los godos. En las primeras escaramuzas, la victoria se mostró indecisa por uno y otro bando; mas habiendo recibido el caudillo árabe nuevos refuerzos de Africa, ataca al grueso de las fuerzas españolas, mandadas por el mismo Rodrigo, en los campos de Jerez.

El rey godo murió en la refriega, y sus huestes fueron dispersas.

Aprovechándose de su victoria, penetra Tarik en Extremadura, en Andalucía, en las mismas Castillas y toma á Toledo. Muza envidioso de la gloria de aquél, pasa el mar con un numeroso ejército y entra en España. Ambos caudi

llos, dividiendo sus fuerzas en diferentes cuerpos, terminan en poco tiempo la conquista de la península ibérica.

Y es digno de observar cómo estos moros, á quienes muchos historiadores presentan como bárbaros sedientos de sangre y exterminio, dejan á los pueblos vencidos, su culto, sus iglesias, sus magistrados, no exigiéndoles más tributos que los mismos que pagaban antes á sus monarcas. Y sin duda, no sería tan grande la ferocidad de los conquistadores, cuando la mayor parte de las provincias se rindieron por mutuo convenio, viviendo después tan en armonía unos con otros, que los de Toledo tomaron el nombre de mozarabes, y la reina Egilona, viuda de Rodrigo, el último rey godo, casóse públicamente y con el beneplácito de todos, con Abdélazis, hijo de Muza.

Este general árabe, á quien los hechos heróicos de Tarik le habían hecho concebir envidia y recelos, trató de alejar á éste de su lado, acusándole ante el califa.

Valid I llamó á ambos, y, después de oirles, creyó, conveniente no dar á ninguno la razón; mas sí les ordenó no alejarse de su corte, en donde á poco murieron en el olvido.

Abdélazis, el esposo de Egilona, quedó de go

bernador de España; pero su mando duró poco tiempo.

Alahor, que le sucedió, llevó sus armas hasta las Galias, sojuzgó una buena parte de la Normandía, y ya se preparaba á llevar más adelante sus conquistas, cuando llegó á su noticia que Pelayo, príncipe de la sangre de los godos, que después de la batalla de Guadalete se había refugiado en las montañas de Asturias con un puñado de valientes guerreros, osaba desafiar á los vencedores de España, tratando nada menos que de reconquistar el suelo perdido.

Entonces, Alahor envió tropas contra Pelayo; pero el héroe español, parapetado tras las escabrosidades de los montes, venció por dos veces á los musulmanes, mucho mayores en número que los soldados cristianos.

Pelayo logró apoderarse de algunos castillos defendidos por los moros, y reanimando el valor de los suyos con sus continuos rasgos de audacia, hizo comprender á los atemorizados españoles que sus enemigos no eran invencibles.

Las increibles victorias alcanzadas por el invicto príncipe cristiano, motivaron la destitución de Alahor por el califa Omar II.

Elzemagh, su sucesor, pensó que el mejor

medio de reprimir las insurrecciones entre los ya envalentonados habitantes de España, era hacer á los pueblos lo más felices posible; y se ocupó en dictar leyes para la seguridad de los ciudadanos, reglamentando los impuestos, que algunos gobernadores habían hecho excesivamente onerosos, y señalando un sueldo fijo á los soldados, que hasta entonces vivieran de la rapiña.

Aficionado á las bellas artes, que los árabes cultivaban desde hacía largo tiempo, Elzemagh embelleció á Córdoba, en donde fijó su capital; llamó á su lado á los hombres más renombrados por su ciencia, y aun él mismo se dedicó á escribir un libro, en el que se hacía mención de todas las ciudades de la Península, de los ríos que pasan por cada región, de los puertos más seguros del Mediterráneo y del Océano, y por último una descripción minuciosa de las riquezas minerales y de otros géneros que entonces encerraba España.

Sin inquietarse por la actitud cada vez más resuelta de Pelayo, cuyo poder quedaba, empero, reducido á la posesión de algunas fortalezas en lo más inaccesible de las montañas, Elzemagh no trató de impedir sus correrías; mas en cambio, resolvió poner en obra un proyecto

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