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un cuarto. Todo es confusión y desorden: las facciones se multiplican, los diversos bandos vienen á las manos, muchos jefes mueren asesinados, las principales ciudades son saqueadas por la chusma, y hasta provincias enteras son desvastadas por los secuaces de unos y otros partidos, convertidos en bandas de foragidos.

Estas guerras civiles duraron cerca de veinte años, y no ofrecen interés para la historia.

Mas los cristianos supieron aprovecharse bien de esta tregua que les ofrecían las rencillas de los mahometanos entre sí.

Alfonso I, yerno y sucesor de Pelayo, siguiendo el camino que le trazara éste, conquista á León y una buena parte de Galicia, derrota en varios encuentros á sus enemigos y apoderándose de muchas plazas fuertes pertenecientes á éstos, llega así á constituir un Estado respetable.

Los moros siempre, ocupados en sus interiores disensiones, seguían no prestando atención á los progresos que hacía el nuevo reino gobernado por Alfonso; mas al fin, y después de mucha sangre derramada, un tal Yusuf logra imponerse á los demás, y se proclama gobernador de España en nombre de los califas, eligiendo á Córdoba por su capital.

Por este tiempo tuvo lugar en Oriente un

acontecimiento memorable, que influyó poderosamente en los destinos de España.

Aquí es donde empieza la segunda época del imperio de los árabes. Mas para la mejor inteligencia de los hechos, se necesita volver, siquiera por breve espacio de tiempo, á la historia de los califas.

ÉPOCA SEGUNDA

LOS CALIFAS DE OCCIDENTE, REYES DE CÓRDOBA

DESDE MEDIADOS DEL SIGLO VIII HASTA
PRINCIPIOS DEL XI.

I

A hemos visto, aunque á la ligera, como bajo el mando de los tres primeros califas, Abubekr, Omar y Othman, los árabes, aunque conquistadores de la Siria, de Persia y de una gran parte de Africa, habían conservado sus antiguas costumbres, su sencillez, su profunda obediencia á los sucesores del profeta, y su desprecio hacia el lujo y las riquezas. ¿Pero qué pueblo podría resistir sin relajarse viviendo en medio de tanta prosperidad? Así, los vencedores volvieron las armas contra ellos mismos, ol

vidaron la práctica de las virtudes que les hicieran invencibles, y desgarraron con sus propias manos el imperio que habían fundado.

Estos males dieron comienzo con el asesinato de Othman. Para sucederle se nombró al compañero inseparable, al hijo adoptivo del profeta, á Alí, el cual era muy querido y considerado por los musulmanes, tanto por su espíritu recto y la bondad de su carácter, cuanto por ser el esposo de Fátima, hija única de Mahoma.

Moaviah, gobernador de la Siria, se negó á reconocer á Alí, y guiado por los consejos del hábil Amrú, conquistador del Egipto, hízose proclamar califa en Damasco.

Los árabes se dividieron: los de Medina siguieron á Alí, los de la Siria á Moaviah. Los primeros tomaron el nombre de Alies, los segundos el de Ommiadas, derivado este último de Ommiah, abuelo del califa de Damasco. Tal fué el principio del cisma que aún separa á turcos y persas.

Alí consiguió vencer á Moaviah, mas no supo aprovecharse de su victoria. Poco tiempo después fué aquél asesinado, debilitándose mucho su partido con tal motivo; y aunque sus hijos hicieron grandes esfuerzos para reanimar y le

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