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vantar el espíritu de su pueblo, poco ó nada consiguieron. Los Ommiadas, aunque rodeados de guerras civiles y de conspiradores, pudieron permanecer en Damasco en posesión del califato.

Bajo el reinado de uno de estos príncipes, de Valid I, hemos visto á los árabes extender sus conquistas por oriente hasta el Ganges, por occidente hasta el océano Atlántico. Por lo gene. ral, los califas Ommiadas fueron poco guerreros, mas contaron con generales muy expertos,

y

el valor de los soldados mahometanos aún no había degenerado en astuta cobardía, como sucedió después.

El último califa de los Ommiadas, Mervan II, después de haber ocupado el trono cerca de ochenta años, fué vencido por Abdallah, de la raza de los Abásidas, próximos parientes de Mahoma, así como lo eran también aquéllos.

Mervan perdió la vida con el imperio, y en su lugar fué nombrado califa Abul-Abbas, sobrino de Abdallah, empezando con él aquella dinastía de los Abásidas, tan célebres en el Oriente por su cultura y su amor á las ciencias, y entre los cuales sobresalen Harum-al-Raschild, Almamon y Barmécides.

Los Abásidas ocuparon el trono durante cin

co siglos, hasta que fueron depuestos por los tártaros, descendientes de Gengio Kan. Ya an. tes de este acontecimiento, perdieron el extenso territorio de Egipto, en donde se estableció otra dinastía con título de califa, denominada Fatimista, por pretender descender de Fátima, hija de Mahoma.

El imperio de los árabes fué, pues, deshecho, y este pueblo, volviendo al país que fué su cuna, Arabia, es en la actualidad lo que fué antes de aparecer Mahoma.

Cuando el cruel Abdallah hubo colocado á su sobrino Abul-Abbas en el trono de los califas, formó el terrible designio de exterminar á todos los Ommiadas.

Como entre los árabes la poligamia es permitida, y tener un número crecido de hijos lo consideran como un don del cielo, no es raro hallar entre ellos muchos centenares y aun millares de individuos pertenecientes á una misma familia. Así, Abdallah, desesperado por no poder aniquilar por completo la raza de sus enemigos, á los que el temor había dispersado por todas partes, concedió una amnistía á todos los Ommiadas que se presentaran á él.

Estos desgraciados, creyendo en su palabra, fueron á implorar el perdón echándose á sus

pies; pero aquel mónstruo, viéndolos ya reunidos, ordenó que fueran cercados por sus soldados, los cuales les dieron muerte ante sus propios ojos. Después de esta espantosa carnicería, Abdallah dispuso que sus cuerpos se extendieran sobre el pavimento, cubriéndolos con tablas y tapices de Persia, y sobre esta horrible mesa, hizo servir á sus oficiales un opíparo banquete.

Y en verdad que espanta la sola narración de estos hechos, que retratan gráficamente el carácter y las costumbres de aquellos conquistadores.

Mas, en aquella hecatombe no todos los Ommiadas perecieron, aun cuando tan sólo uno fué el que se salvó, el príncipe Abderramán, que, errante, fugitivo, pudo llegar á Egipto, ocultándose en el desierto.

Los moros de España, siempre fieles á los Ommiadas, aun cuando su gobernador Yusef había reconocido á los Abásidas, no bien llegó á su conocimiento que existía un descendiente ilustre de aquella dinastía, cuando despacharon emisarios secretos para ofrecerle la corona.

Abderramán no dejaría, sin duda, de considerar las luchas que habría de entablar para asegurar su poder en un país tan perturbado; mas dotado de un alma grande y esforzada,

educada en la cruel escuela de la desgracia, no dudó en aceptar, y tomando pasaje con algunos pocos que le siguieron hasta el desierto, llega á España y desembarca en la costa comprendida entre el cabo de Gata y la ciudad de Málaga.

El joven y esclarecido príncipe se atrajo pronto las simpatías de sus nuevos súbditos, y reuniendo un ejército regular con los voluntarios que á diario se le presentaban, entra en Sevilla y marcha después sobre Córdoba, capital de los estados musulmanes.

Yusef, en nombre de los Abásidas, intenta en vano oponérsele; pues es vencido en muy poco tiempo por el valeroso príncipe. Córdoba es al fin conquistada en favor de la nueva dinastía, á la que siguen después otras diferentes ciudades.

II

Abderramán es proclamado, no ya sólo como rey de España, sí que también como califa de Occidente, declarándose así independiente de los soberanos de Oriente.

El nuevo califa eligió á Córdoba por capital de su reino. Pero poco tiempo pudo gozar de paz. Por un lado las revueltas suscitadas por los Abásidas, por otro las constantes irrupciones de los reyes de Asturias y León en sus estados, y por último las expediciones de los franceses sobre Cataluña, ocuparon sin cesar toda su atención y actividad.

Pero Abderramán con su valor y su pericia logra al fin triunfar de tantos peligros, y aun en medio de éstos no se olvida de cultivar las ciencias y las bellas artes. En su tiempo se fundaron aquellas escuelas de Córdoba, en donde se enseñaban la astronomía, las matemáticas, la medicina y la retórica. El mismo califa era un poeta de gran inspiración, conservándose hasta

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