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hoy algunas de sus composiciones. Desde luego, fué considerado como el hombre más elocuente de su siglo.

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Abderramán fortificó y embelleció su capital, construyendo un palacio magnífico, rodeado de espléndidos jardines en los que crecían las plantas más raras de Africa y Asia. Se dice que este monarca fué el primero que mandó traer palmeras del Egipto para propagarlas en su patria adoptiva.

Mas en lo que Abderramán puso todo su cuidado fué en la construcción de la gran mezquita, empezada por él y terminada en tiempo de su hijo y sucesor, Hacham. Este monumento es todavía la admiración de los viajeros que visitan la ciudad de Córdoba. Según se dice, los españoles no han conservado más que la mitad del edificio. Aun así, cuéntanse en él más de trescientas columnas de mármol y jaspe, las cuales sostienen la techumbre. En tiempo de los moros entrabase allí por veinticuatro puertas de bronce, casi enteramente cubiertas de adornos de oro, y durante la noche se alumbraba su recinto con cuatro mil setecientas lámparas.

Según precepto del Alcorán, á esta mezquita iban á orar todos los viernes los califas en compañía del pueblo, á los cuales se unían los pe

regrinos mahometanos que en gran número acudían desde los más apartados rincones de España, del mismo modo que hoy van los de Oriente á la Meca.

La fiesta llamada del grande y del pequeño Beiram, que corresponde á la Pascua de los judíos, era celebrada con gran solemnidad é inusitada pompa, así como la del principio de año y la del Milud, ó aniversario del nacimiento de Mahoma.

Cada una de estas fiestas duraba ocho días, y en ellas se suspendía todo trabajo, invirtiéndose el tiempo en orar, hacerse presentes, visitar é inmolar víctimas. Las familias, reunidas, olvidaban por un momento sus mutuos resentimientos, se juraban una perpetua amistad y se entregaban á todos los placeres permitidos por la ley. De noche, la ciudad entera aparecía iluminada y las calles cubiertas de olorosas flores. En los paseos y plazas públicas, los sistros, los oboes, las tiorbas, unidos á los cantos populares, atronaban el espacio con su algazara. Y, fin, para celebrar la fiesta, los ricos repartían abundantes limosnas, uniéndose así las bendiciones de los pobres á los cánticos de alegría general.

en

Educado Abderramán en la suntuosa corte

de los califas de Oriente, trajo á España aquel gusto por las fiestas espléndidas. Reuniendo en su calidad de califa, así el imperio como el sacerdocio, reglamentó las ceremonias, y ordenó que éstas se celebrasen con toda la pompa, con toda la magnificencia con que se acostumbraba en Damasco.

Aunque enemigo del cristianismo, y contando con muchos católicos entre sus súbditos, nunca persiguió á éstos ni los vejó; mas sí privó á las ciudades de sus obispos y á las iglesias de sus sacerdotes, facilitando al mismo tiempo los matrimonios entre las dos razas, y haciendo más daño á la religión cristiana con tal prudente tolerancia que con el extremo rigor, que fué la norma de conducta de sus antecesores, los gobernadores musulmanes.

Abderramán, que poseía ya á España entera, desde Cataluña al Océano, murió después de treinta años de un glorioso reinado dejando la corona á Hachan, el tercero de sus once hijos.

A la muerte de aquel príncipe, volvió á turbarse la paz en el imperio de los moros, á causa de las pretensiones al trono de los hermanos del nuevo califa y de los tíos de éste.

Estas contiendas eran casi inevitables en un gobierno despótico, en el cual el orden de suce

sión no estaba reglamentado por ninguna ley; era suficiente pertenecer á la familia reinante, para creerse con derecho á ocupar el trono, y como casi todos los califas dejaron un número crecido de hijos, cada uno de éstos fué por regla general un pretendiente, que empezaba por crearse un partido con los descontentos y terminaba por apoderarse de alguna ciudad mal defendida, donde se hacía proclamar soberano por los suyos. De aquí esos numerosos y pequeños estados, que se levantaban y desaparecían á cada instante, y aquellos reyes vencidos, depuestos ó asesinados de que está llena la historia de los moros de España.

Hacham, y después su hijo Abdélazis-el-Hakkam, se sostuvieron en el califato á pesar de estas guerras civiles que constantemente perturbaron el imperio.

El primero terminó la grandiosa mezquita empezada por su padre, Abderramán, y hasta llevó en una ocasión sus armas á Francia, penetrando sus generales en el centro de la Narbona.

El segundo, menos feliz que aquél en sus empresas, combatió con diverso resultado contra los españoles y contra sus súbditos rebeldes, siendo asesinado en un motín. Le sucedió su hijo, Abderramán II.

Este fué un buen monarca, y durante su reinado, los cristianos empezaron á equilibrar su poder con el de los moros. Aquéllos supieron aprovecharse de las disensiones de sus enemigos para ensanchar sus dominios. Alfonso el Casto, rey de Asturias, hábil político y esforzado caudillo, aumentó bastante en este tiempo sus estados. Ramiro, su sucesor, sostuvo su independencia y venció en varios encuentros á sus enemigos; Navarra se erigió en reino; Aragón eligió sus soberanos cristianos, creándose un gobierno esencialmente popular, con leyes que garantizaban los derechos de los ciudadanos. Los gobernadores de Cataluña, sometidos desde hacía tiempo á Francia, también se hicieron independientes. Todo el norte de España se declaró, en fin, enemigo de los moros, mientras el mediodía se vió amenazado con la irrupción de los normandos.

Mas en medio de tantas dificultades, y á pesar de tantos adversarios como le acosaban, Abderraman II se defendió valerosamente, mereciendo por su pericia militar el sobrenombre de Elmusaffer, que quiere decir el Victorioso.

Y no fueron obstáculo las continuas guerras á que tuvo que atender aquel monarca para que se olvidara de embellecer su capital, construyen

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