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pondían de los desafueros de sus subalternos. Otros funcionarios públicos, versados en las leyes llenaban las funciones de notarios, dando forma jurídica á los actos ó contratos que aseguraban la propiedad; y cuando algún hecho daba lugar á pleitos, ciertos magistrados llamados cadies, muy respetados así del pueblo como del soberano, intervenían en ellos. Mas los procedimientos no eran largos: los abogados, los procuradores eran desconocidos; nada de gastos ni de subterfugios; las mismas partes se defendían y la sentencia se ejecutaba en el mo

mento.

No más complicada que la civil, era la jurisprudencia criminal; casi siempre se imponía la pena del talión, recomendada por el profeta. Los ricos, en verdad, podían comprar con dinero la sangre por ellos derramada; pero era condición precisa en este caso el que los parientes del muerto ó del herido consintieran en ello; el mismo califa no se hubiera atrevido á impedir el castigo de su hijo culpable de homicidio, si la familia del muerto no quería perdonar.

Acaso un código tan sencillo no fuera del todo suficiente; pero la suprema autoridad de los padres sobre los hijos, de los esposos sobre las esposas, suplía en parte las leyes que faltaban.

Los árabes habían conservado de sus antiguas costumbres patriarcales, aquel respeto, aquella sumisión, aquella obediencia pasiva de la familia hacia su jefe. Cada padre en su casa, tenía los mismos derechos que el califa; juzgaba sin apelación las cuestiones entre sus mujeres y sus hijos, castigando severamente las más pequeñas faltas, y pudiendo hasta imponer la muerte respecto á ciertos crímenes. La ancianidad era muy respetada; un hombre anciano era como un objeto sagrado, y su sola presencia hacía cesar los desórdenes y las pendencias. El joven más fogoso ó atrevido bajaba los ojos y escuchaba pacientemente las amonestaciones de aquél que se presentaba bajo el aspecto de una barba blanca.

Estas costumbres, que valen más que las leyes, se guardaban fielmente en Córdoba. El sabio Hahkem era el primero en respetarlas y fomentarlas, y he aquí un hecho que así lo demuestra:

Una pobre mujer de Medina-Azarah, poseía un pequeño campo contiguo á los jardines del califa. Hahkem, quiso construir un pabellón en aquel campo, y mandó á uno de sus servidores para que se entendiera con la dueña respecto al precio, que debería entregarle después su te

sorero. Mas aquélla rehusó todos los ofrecimientos, alegando que quería conservar aquella he. redad que fué de sus padres.

Hahkem ignoró sin duda aquella resistencia; pues el intendente de los jardines, creyendo así servir mejor los deseos de un rey déspota, se posesionó á viva fuerza del terreno, y construyó el pabellón.

La pobre mujer, desesperada, corre á Córdoba para contar su desgracia al cadí Béchir, y consultarle sobre lo que debería hacer.

El cadí pensó que el príncipe de los creyen tes no tenía más derecho que otro cualquiera para apoderarse de los bienes ajenos; y pensó en la manera como debería recordarle esta verdad, que aun los más justos están expuestos á olvidar muchas veces.

Un día que Hahkem, rodeado de su corte, fué á visitar el nuevo pabellón construído sobre el terreno de la pobre mujer, se vió llegar al cadí Béchir montado sobre un asno y llevando en la mano un saco vacío.

El califa, sorprendido, le pregunta qué quiere.

-Príncipe de los creyentes-responde Béchir;-vengo á pedirte permiso para llenar este saco con la tierra que oprimen tus pies.

Hahkem, sonriendo, le invitó á que llevara á efecto su deseo.

El cadí llenó de tierra el saco, lo dejó en el suelo y se aproximó al califa, suplicándole que fuera hasta lo último complaciente, ayudándole cargar el saco sobre el asno.

á

Hahkem ríe aún más de esta extraña proposición; la acepta de buen grado, y va á levantar el saco; mas pudiendo apenas moverlo, lo deja caer, pretextando su enorme peso.

-Príncipe de los creyentes-dice entonces Béchir con mesurada gravedad,—este saco que encuentras tan pesado no contiene más que una pequeña parte de la tierra usurpada por tí á uno de tus súbditos. Ahora dime: ¿cómo podrás tú sostener el peso de este campo el día que aparezcas ante el supremo juez á dar cuenta de tal iniquidad?

Hahkem, admirado de aquel gran ejemplo, corre á abrazar al cadí, le da gracias por su aviso, y entrega en el acto á la pobre mujer, no tan sólo el campo de que se le había despojado, si que también el pabellón y cuantas riquezas contenía.

Un déspota capaz de una tal acción, no puede comparársele más que con el cadí que le obligó á realizarla.

Hahkem murió después de quince años de reinado. Le sucedió su hijo Hacham.

Este príncipe era todavía muy niño cuando subió al trono. Su infancia, puede decirse que duró toda su vida, pues antes y después de su minoridad, un moro, muy célebre por sus hechos, llamado Mahomed Almanzor, ya revestido con el importante cargo de hadjed, fué el que verdaderamente gobernó sus estados.

Almanzor, que al par de ser un genio en política poseía las más relevantes dotes como general, reinó veinticinco años bajo el nombre del indolente Hacham; siendo durante todo este tiempo el más terrible enemigo que hasta entonces tuvieran los cristianos.

El caudillo mahometano llevó sus armas hasta cincuenta y dos veces sobre Castilla y Asturias, tomando y saqueando las ciudades de Barcelona y de León, y llegando hasta Compostela destruye su famosa iglesia, cuyas riquezas transportó á Córdoba.

Por un momento parece que los árabes vuelven á su antigua pujanza guiados por un tal caudillo, que de tal suerte hacía respetar el nombre de su señor, del débil califa que durante todo este tiempo se adormía allá en su palacio de Córdoba en brazos de los placeres. Mas

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