sus manos al rey de sus enemigos, no sólo le dejó marchar libremente, sino que dispone sea acompañado hasta la frontera por un lucido escuadrón de su guardia; haciéndole al mismo tiempo muy ricos presentes, y ofreciéndose para todo evento con sus tropas y su tesoro. Alfonso III fué agradecido con el agareno: en tanto que Almamón vivió conservó la paz con él, y aun llegó á socorrerle en una ocasión en que se vió atacado por el rey de Sevilla. Después de la muerte del rey de Toledo, entró á reinar en este estado, Hacham, hijo del anterior, con quien el castellano vivió también en amistosa relación. Pero después de un reinado bastante corto, Hacham dejó el trono á su joven hermano Iahiah, quien desviándose de la política de tolerancia seguida por sus predecesores, trató de oprimir á los numerosos cristianos que vivían en su ciudad. Estos se dirigieron entonces á Alfonso, suplicándole que fuera á atacar á Iahiah, ofreciéndole al mismo tiempo su apoyo. El recuerdo de Almamón, á quien tanto debió el monarca castellano, hizo titubear á éste en la resolución que debía tomar; mas al fin, triunfó la ambición, y Alfonso acampó frente á los muros de Toledo. Después de un cerco muy largo y célebre, al que concurrieron varios caballeros navarros y franceses, Toledo capituló. El vencedor permitió al hijo de Almamón el que marchara con su ejército á Valencia, cuya soberanía le reconoció, comprometiéndose asimismo bajo juramento á conservar á los moros sus mezquitas; promesa que no pudo impedir el que los cristianos la violaran después. Tal fué el fin del reino y de los reyes moros de Toledo. La antigua capital de los godos pertenecía á los musulmanes desde hacía doscientos setenta y dos años. En poco tiempo, otros muchos principados mahometanos sufrieron igual suerte que el de Toledo. Los reyes de Aragón y de Navarra, y los condes de Barcelona, hostilizaban y asediaban sin cesar á los soberanos de los pequeños estados que aún quedaban en el Norte de España. Por su parte, Castilla y León no dejaban de molestar á los moros del Mediodía, impidiéndoles de este modo poder socorrer á sus hermanos. Y sobre todo, el Cid, el famoso y legendario Cid, seguido de un ejército invencible, reunido bajo su bandera al solo influjo de su fama, corría, volaba por toda la Península, haciendo triunfar á los cristianos cuando con éstos peleaba, y cuando no, combatiendo por cualquier bando moro, si éstos reñían entre sí; mas siempre decidiendo la victoria por el lado á que se inclinaba. Este insigne guerrero, mejor dicho, este héroe, acaso el más digno de alabanza de cuantos menciona la historia, unía á sus relevantes méritos militares un alma recta y grande, adornada de las más hermosas virtudes. Este simple caballero castellano, bajo cuyo mando acudían á alistarse millares de guerreros cristianos, y que llegó á hacerse dueño de muchos pueblos y castillos, ayudó al rey de Aragón á apoderarse de Huesca y conquistó con sus tropas el reino de Valencia. Acaso tan poderoso como su mismo señor, del cual tuvo que lamentarse muchas veces, el Cid, envidiado y sufriendo las intrigas de los palaciegos, nunca olvidó que era súbdito del reyde Castilla. Desterrado de la corte y aun expulsado de sus dominios, va, seguido de sus bravos compañeros, á pelear contra los infieles, y cuando éstos son vencidos, les impone por condición que vayan á prestar pleito homenaje á aquel que le había ultrajado. Llamado nuevamente por Alfonso, que necesitaba de su esfuerzo, el Cid suspende sus conquistas, y sin pedir reparación por los injustos. agravios recibidos, vuelve á defender con denuedo á su perseguidor, mostrándose siempre dispuesto á olvidarlo todo por su patria y por su rey. En tanto que el Campeador pudo combatir, los cristianos llevaron la ventaja; pero poco an. tes de su muerte, ocurrida en 1099, los moros de Andalucía cambiaron de soberanos y llegaron á ser más poderosos que nunca. Desde la pérdida de Toledo, se había aumentado la población de Sevilla con la muchedumbre de emigrados que á esta ciudad habían afluído. Luego, el reino sevillano era bastante extenso, pues se componía, además de su territorio propio, del de Córdoba, Extremadura y de una gran parte de Portugal. Bénabed, que era el que gobernaba esta parte de España, fué un príncipe muy querido de su pueblo por sus virtudes, y el úni co enemigo temible para Castilla. Alfonso VI trató, pues, de aliarse con él, y pidió al moro su hija en matrimonio. El musulmán accedió, y la nueva reina castellana llevó en dote algunos pueblos. Este raro himeneo que debió ser prenda de paz para las dos naciones, fué por el contrario causa, ó á lo menos pretexto para nuevas guerras. El Africa, después de haber sido desmembrada del vasto imperio de Oriente por los fatimistas, y de haber pertenecido durante tres siglos, pasados en continuas guerras, á unos vencedores más sanguinarios que los mismos leones del desierto, fué á caer bajo el dominio de los Almoravides, tribu poderosa originaria del Egipto. Jusef Ben-Tessefin, segundo soberano de esta dinastía, fundó el imperio y la ciudad de Marruecos en 1091. Dotado este príncipe de grandes dotes militares y orgulloso de su poderío, pensó en pasar al rico país de España, como en otro tiempo Muza, para conquistarlo. Pretenden algunos historiadores que el rey de Castilla, Alfonso VI, y su suegro Bénabed, de Sevilla, habiendo convenido en repartirse á España entera, tuvieron la imprudencia de llamar á los moros de Africa para que le ayudasen en este gran proyecto; mas otros por el contrario afirman, apoyándose en razones muy atendibles, que los reyes de los pequeños estados musulmanes, vecinos ó tributarios de Bénabed, alarmados por aquella alianza, fueron los que solicitaron el auxilio del Almoravid. Sea de ello lo que quiera, es lo cierto que el ambicioso Ben-Tessefin, aprovechó esta ocasión para realizar su designio, y pasando el mar, ata |