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faltábales á los españoles, mal hallados con el reposo de una inacción desusada, hallar un campo en el mundo antiguo en que ejercitar su ardor bélico, y necesitaban acreditar ante las naciones europeas que eran dignos vencedores de los pendones del Islam. Conveníale además á Fernando mostrar al mundo que si España después de aciagas dominaciones tenía la fortuna de poseer la mejor de las reinas y la más hábil de las gobernantes para todo lo perteneciente al gobierno interior de un reino, también se sentaba en el trono aragonés un genio que no reconocía superior en cuanto á saber dirigir y manejar las relaciones exteriores de un Estado.

Uno y otro les deparó la Providencia en los bellos campos de la culta Italia, donde habían de recoger los españoles larga cosecha de glorias militares, y lo que es más apreciable y útil para la humanidad, de donde habían de traer una cultura y una civilización, la cultura y la civilización de las bellas letras y de las artes liberales. Diremos los precedentes que prepararon y las causas que produjeron aquella famosa guerra.

Hallábase la Italia dividida en pequeños Estados, de los cuales eran los principales las repúblicas de Venecia y de Florencia, los Estados pontificios, el reino de Nápoles y el ducado de Milán. Venecia, la reina del Adriático, era la más antigua, poderosa y respetable de las repúblicas de la edad media: Florencia se había hecho el refugio de los amigos de la libertad: ocupaba la silla pontificia Alejandro VI, cuyas costumbres eran criticadas entonces por todos y han sido censuradas unánimemente después con grave detrimento de la Iglesia, y cuya elección, aunque español de nacimiento, había desagradado á Fernando é Isabel: dominaba, ó más bien tiranizaba el Milanesado Luis ó Ludovico Sforza, llamado el Moro, á nombre de su sobrino Juan Galeazo, como inhábil para el gobierno: y regía el cetro de Nápoles Fernando I, hijo natural del grande Alfonso V de Aragón, tío de Fernando el Católico, el cual por su carácter despótico, adusto y feroz era aborrecido de los napolitanos.

Temiendo el regente de Milán Luis Sforza que el rey de Nápoles y la república de Florencia tramaran algo contra su poder y en favor de su nieto el legítimo duque de Milán, excitó á Carlos VIII de Francia á que renovara las antiguas pretensiones de la casa de Anjou al reino de Nápoles, ofreciendo ayudarle en la empresa y pintándole como cosa fácil lanzar del trono napolitano la dinastía aragonesa que le ocupaba hacía más de medio siglo (1). Con gusto, y hasta con avidez acogió tan halagüeña excitación el joven monarca francés, que, lleno de caballerescas ilusiones, alentado en sus ensueños de gloria militar por aduladores cortesanos tan ligeros como él, creyéndose llamado á acabar grandes y arriesgadas empresas, veía abierta una carrera de conquistas, que había de conducirle hasta la toma de Constantinopla y hasta hacerse señor del imperio de los turcos (2). Para prepararse á la realización de tan lisonjero proyecto, en

(1) En el libro anterior, capítulo XXVIII, dejamos largamente explicados los derechos con que Alfonso V de Aragón ciñó la corona de Nápoles, y cómo la heredó su hijo

natural Fernando I.

(2) He aquí el retrato físico y moral que los historiadores italianos y españoles

guerra como estaba con Alemania y con Inglaterra, y pendientes grandes disensiones con los reyes de España, procuró allanar todos los obstáculos, no habiendo concesión ni sacrificio que no hiciera á fin de quedar desembarazado y en paz con estas grandes potencias. Al efecto devolvió al emperador Maximiliano el Franco-Condado y el Artois, compró la paz con Inglaterra sometiéndose á pagar á Enrique VII seiscientos veinte mil escudos de oro, y para arreglar sus diferencias con España y no ser perturbado en sus empresas cedió á Fernando II de Aragón los condados de Rosellón y Cerdaña, asunto de largas negociaciones desde el tiempo de

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su padre, y objeto principal de la política de Fernando. Este tratado se ajustó en Barcelona, y fué firmado por ambos soberanos en un mismo día (19 de enero, 1493). «Así empezaba, dice un crítico erudito, cediendo lo que no podía perder, para adquirir lo que no podía conservar, y según la

hacen del rey Carlos VIII de Francia. «Era Carlos, dice Guicciardini, para mayor empacho nuestro, como favorecido de bienes de fortuna, privado de los de naturaleza, y de ánimo y complexión enfermiza, de pequeña estatura, de feísimo rostro, aunque con ojos vivos y graves, y de tan imperfecta simetría de miembros, que parecía monstruo más que hombre. Ignoraba, no sólo las buenas artes, pero aun casi los materiales caracteres, rudo, imprudente, ambicioso, pródigo, obstinado y remiso.» Historia de Italia, Traducción de don Otón Edilo Nato de Betissana, libro I.

«Tan indiferentemente usaba, dice Zurita, y con la misma publicidad que en las obras buenas y virtuosas de las torpes y deshonrosas: de manera que no era menos desigual y disforme en las condiciones y costumbres que en la disposición y compostura del cuerpo, y en las facciones del rostro, en que era á maravilla mal tallado y feo.>> Historia del rey don Hernando, lib. I, cap. XXXII.

Los historiadores franceses confiesan que era ignorante é insulso, y que su padre se había limitado á hacerle aprender de memoria estas plabras latinas: qui nescit disimulare, nescit regnare: quien no sabe disimular, no sabe reinar: añadiendo algunos que <«ni sabía nada, ni podía aprender nada.»>

expresión de un historiador, se imaginaba el insensato llegar á la gloria por la senda del oprobio »

Con esto quedó resuelta la expedición á Italia para el año siguiente. Alarmaron sus preparativos á todos los Estados italianos. Pusiéronse unos en favor y otros en contra del francés. El anciano Fernando I de Nápoles, á quien éste intentaba derrocar, falleció en principios de 1494, y le sucedió su hijo Alfonso II, príncipe más animoso que su padre, pero menos

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político que él y no menos odiado por su crueldad. El papa, antes enemigo suyo, y Pedro de Médicis, jefe de la república de Florencia, favorecían cu causa; Venecia se mantenía indecisa y á la mira esperando sacar partido de las disensiones de otros: á las potencias europeas no les pesaba ver al francés empeñado en una empresa temeraria: pero Fernando de Aragón, que no podía mirar con indiferencia y sin inquietud que se tratara de despojar á una rama de su familia de un trono que poseía por legítimos títulos, confirmados por siete pontífices, ni consentir á la vecindad de sus Estados de Sicilia á un soberano rival y poderoso, envió de embajador á Roma á Garcilaso de la Vega. caballero de tanta discreción como valor, para alentar al papa Alejandro á que persistiera unido á Alfonso de Ná

poles, ofreciéndole su protección y ayuda si alguno intentara dañarle ó inquietarle en su persona ó Estados. Quería el papa que este ofrecimiento se le confirmase por escrito, pero Fernando era sobrado sagaz para no

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comprometerse de aquella manera y tan pronto con el de Francia, así como había tenido la política de no acceder á las excitaciones que le hacían los barones napolitanos, descontentos de su rey, para que tomara sobre sí la empresa de Nápoles y agregara aquel reino, como en otro tiempo lo estuvo, á la corona de Aragón; porque su sistema era seguir toda

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CORVA

vía aparentando que estaba en buena concordia con el francés.

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Así fué que lejos de sospechar éste los designios de Fernando, tuvo la candidez de enviarle un embajador, como dice el historiador aragonés, «con una bien graciosa requesta.» Decíale que pensaba emprender la guerra contra los turcos (era el pretexto con que intentaba disfrazar también sus proyectos al papa. solicitando su ayuda); añadiendo, como si se tratase de cosa de poca monta, que de paso quería tomar el reino de Nápoles, para lo cual esperaba que, con arreglo al tratado de Barcelona, le ayudara el aragonés con gente y dinero, y le abriera sus puertos de Sicilia. Parecióle á Fernando buena ocasión aquella para empezar á de

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ALFONSO II. REY DE NÁPOLES

clarar al insensato sucesor del político Luis XI lo que de él podía prometerse, á cuyo efecto envió á su corte el diestro negociador don Alonso de Silva. hermano del conde de Cifuentes. Este hábil político comenzó á exponer con mucha cortesanía á Carlos de Francia en nombre del soberano español, que si se limitara á guerrear contra los infieles, nada habría más digno de alabanza ni más útil á la cristiandad, y que por lo tanto el rey su amo le ayudaría con mucho gusto y contentamiento en tan digna empresa. Pero en cuanto a lo de Nápoles, viera bien lo que hacía, pues primero era saber á quién pertenecía de derecho aquel reino, para lo cual el rey su señor se sometería gustoso á una declaración de jueces imparciales y competentes: que además tuviese presente que Nápoles era feudo de la Iglesia, y como tal estaba exceptuado por el tratado de Barcelona, y obligado el rey á su defensa como protector de la silla apostólica sobre todas las alianzas pactadas en aquel asiento. Desconcertó al monarca francés esta respuesta; contestó al enviado español el presidente del parlamento; Silva insistió, y las contestaciones se fueron agriando. «Si el rey de Portugal (le preguntó un día airado el monarca francés) estuviese en guerra con los de Castilla, y los navíos castellanos arribasen á mis puertos, ¿cumpliría yo como amigo y hermano suyo, si no les diese recaudo de las cosas necesarias?-Si Portugal moviese guerra á Castilla, contestó discreta y y serenamente el embajador, los reyes mis señores llamarían al de Francia si les convenía, y él estaría obligado á acudirles en la necesidad: pero si voluntariamente ellos moviesen guerra á Portugal, lo que el francés quisiese hacer por su gentileza se lo tendrían en merced, mas por los capítulos del tratado no le tendrían por obligado á ello. »

Prolongóse el debate y se cruzaron ásperas demandas y respuestas; de modo que irritado el rey Carlos, así con el objeto de la embajada como con la entereza del embajador, hizo á éste todo género de desaires, tratábale como á enviado y agente de un rey enemigo, púsole centinelas para que no se comunicara con nadie, y aun llegó el caso de mandarle salir de su corte. Todo lo sufrió don Alonso de Silva, haciéndose el paciente, porque así convenía al servicio del rey; y en cambio de sus disgustos gozábase en ver al de Francia declamar furiosamente contra la que él llamaba perfidia del rey Fernando, diciendo que le había burlado introduciendo maliciosamente en el concierto la cláusula relativa al papa y á los dere chos de la Iglesia.

No bastó, sin embargo, la actitud imponente del rey de España para hacer desistir de sus planes al francés, el cual desoyendo los consejos y reflexiones de los hombres prudentes, y escuchando sólo aduladores cortesanos que fomentaban sus caballerescos impulsos, terminado que hubo sus preparativos movió su ejército (agosto, 1494), compuesto de tres mil seiscientos hombres de armas, veinte mil franceses de infantería y ocho mil suizos (1), y cruzando los Alpes, pisó el territorio italiano, cuyos príncipes estaban ya envueltos entre sí en guerra aun antes que los franceses la comenzasen. Aunque para resistirles había enviado Alfonso II de Nápoles una armada al mando del infante don Fadrique su hermano, y un

(1) Sismondi, Repub. Ital. t. XII, pág. 132.

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