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solo había de ser el heredero de los tres reinos, de Navarra, de Castilla y de Aragón (1).

Habiendo fallecido por este tiempo Luis XII de Francia, y sucedidole Francisco I en el trono, más afortunado que él, por lo menos en el principio, en la empresa de Italia, según más adelante veremos los reyes de Navarra doña Catalina y don Juan, á quienes el nuevo monarca francés había ofrecido ayudarlos á recobrar su reino, dirigieron una embajada al Rey Católico demandándole la restitución de su corona, y citándole, de lo contrario, para ante el tribunal de Dios. Pero Fernando, que, como dice un historiador aragonés, «declaró al tiempo de morir que tenía la conciencia tan tranquila respecto á la posesión de aquel reino como podía tenerla por la corona de Aragón (2),» contestó al requerimiento, que él había conquistado justamente el reino de Navarra á virtud de bula pontificia que le daba á quien primero se apoderase de él, y que Dios le había hecho la gracia de conservar la conquista por la fuerza de las armas.

De esta manera y por tales medios quedó incorporado y refundido en Castilla el pequeño reino de Navarra, una de las primeras monarquías que se formaron en España después de la irrupción de los sarracenos, y así se completó y redondeó al cabo de siglos la unidad á que estaba llamada la gran familia española, á excepción del reino de Portugal, lastimosa desmembración de la corona castellana, que se mantenía independiente (3).

La conquista de Navarra por el Rey Católico ha dado larga materia de cuestión á los escritores extranjeros y nacionales, y vasto asunto de polé mica entre los navarros, castellanos y aragoneses, calificándola unos de injusto despojo y hasta de usurpación aleve, y defendiéndola otros como una ocupación legal, justa y merecida. Ciertamente, si hubiera de exami

(1) Zurita, Rey don Hernando, lib. X, cap. XCIV.-Aleson, Anales, t. V —Carta del rey al arzobispo Deza, en Bernáldez, cap. ccxxxvI.—Carvajal, Anales, 1515.-Yanguas, Hist. de Navarra, pág. 422.

(2) Abarca, Reyes de Aragón, t. II, pág. 404.

(3) Poco sobrevivieron los últimos reyes de Navarra á su infortunio. Don Juan falleció á 23 de junio de 1517, y doña Catalina le siguió al sepulcro el 12 de febrero del siguiente año 1518. Aunque no faltaban á don Juan de Albret algunas buenas cualida des, puesto que no carecía de capacidad ni de valor, y era además afable y social, y sobre todo amante de las letras, no tenía el genio y temple que se necesitaba para desenvolverse (si esto era posible á un pequeño rey en su crítica situación) en tales tiempos y colocado entre dos tan formidables rivales como eran Luis XII de Francia y Fernando II de Aragón y V de Castilla. Era además un tanto abandonado para los cuidados del gobierno, demasiado amigo de los placeres, y poco celoso de su dignidad, en el hecho de mezclarse con excesiva llaneza en los bailes y diversiones con la clase más ínfima del pueblo.-Aleson, Anales, t. V, lib. XXXV.-Otro historiador de Navarra hace de él el siguiente retrato: «Tenía el rey afición particular á las obras de literatura, y reunió una biblioteca bastante numerosa. Gustaba también de ocuparse en las genealogías de las casas nobles. Conversaba con la mayor familiaridad con sus vasallos: concurría á los festines del pueblo, donde bailaba con las damas, y á veces en las calles al uso del país; y tampoco tenía reparo en comer y cenar en casas particulares de mediana esfera, convidándose él mismo con una franqueza singular.» Yanguas, Hist. de Navarra, pág. 336.

narse la legalidad de las conquistas á la luz del rigoroso derecho, pocas podrían legitimarse. Pero se debe confesar que, aparte del bien que de ésta resultó á la unidad y nacionalidad española, las protestas y proposi

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ciones que Fernando hizo á los reyes de Navarra, y que constan de sus cartas y documentos, no parece indicar que obrara de mala fe. Y si tal

vez fué su intención apoderarse de todos modos de aquel reino, lo que tampoco nos maravillaría en el carácter del monarca aragonés, menester es convenir en que supo conducir el negocio con bastante arte y maestría para dar á la ocupación toda la apariencia de legalidad, y para justificar, al menos exteriormente, la legitimidad de su tí

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tulo de rey de Navarra. Entre los muchos documentos que hemos visto relativos á este negocio, el que nos ha parecido que arroja más luz sobre las causas, precedentes y trámites de esta conquista le hallarán nuestros lectores por apéndice al final de este volumen.

CAPÍTULO XXVII

MUERTE DEL GRAN CAPITÁN.-MUERTE DEL REY CATÓLICO

De 1512 á 1516

Conducta de Fernando con el Gran Capitán.-Sentimiento que produce en el ejército. -Quejas de Gonzalo.-Dureza con que habló al rey.-Devuélvele los poderes.Nuevos recelos del monarca: desaires.-Muerte de Gonzalo de Córdoba.-Luto en la corte. Virtudes del Gran Capitán.-Enfermedad del rey y su causa.-Prorroga Fernando la tregua con Luis XII.-Disgusto y resolución del rey de Inglaterra.— Pensamientos de Francisco I de Francia.-Promueve el rey Católico otra liga contra él.-Toma el archiduque Carlos el gobierno de Flandes.-El rey Fernando en las cortes de Calatayud.-Renuévase la guerra de Italia.-Deslealtad del conde Pedro Navarro. Sangrienta y tenaz batalla entre snizos y franceses.-Francisco I de Francia se apodera de Milán.-El papa abandona al Rey Católico y se une al francés.—Alianza entre Fernando el Católico y Enrique VIII de Inglaterra.—A grávase la enfermedad del rey.-Su testamento.-Disposiciones para la sucesión y gobierno de los reinos.-Su muerte.

Cosa era que causaba general admiración y escándalo que ni para la empresa de Orán, ni para la de Italia, ni para la de Navarra quisiese el rey emplear al más entendido, valeroso y afortunado general español, y que mientras pasaban estos grandes acontecimientos la victoriosa espada del Gran Capitán se estuviera enmoheciendo en un agujero de las Alpujarras, como llamaba él á su retiro de Loja, todo por el infundado recelo que abrigaba todavía el suspicaz monarca del antiguo conquistador y virrey de Nápoles. «Muy encallada está la nave,» decía aludiendo á su forzada inacción el conde de Ureña. «Sabed, conde, replicaba Gonzalo, que esta nave, cada vez más firme y más entera, sólo aguarda á que la mar suba para navegar á toda vela.»

Esta ocasión se creyó llegada, cuando á consecuencia del triunfo de los franceses sobre los príncipes de la Santa Liga en la batalla de Ravena determinó el rey, á petición del papa y de los aliados, enviar á Italia al Gran Capitán, como el único capaz de sacar triunfante la causa de las potencias coligadas. Tan pronto como se supo esta determinación, nobles, caballeros, soldados, hasta la guardia misma del rey, todo el mundo se apresuraba á alistarse en las banderas de Gonzalo, muchos se ofrecían á servir sin sueldo, sólo por participar de sus glorias, y por ir á Italia con el Gran Capitán no se encontraba quien quisiera ir á la guerra de Navarra. Mas todo este entusiasmo se vió muy brevemente convertido en sentimiento público. Mientras se disponía la expedición, mudaron de rumbo las cosas de Italia; los franceses, derrotados en Novara por los suizos, eran expulsados de Lombardía; y el objeto de la Santa Liga parecía cumplido. Entonces, y en ocasión que Gonzalo se hallaba en Antequera acelerando la marcha de la expedición, recibió orden del rey para que suspendiese la partida, puesto que habiendo perdido los franceses lo que tenían en Italia, no había ya necesidad allí ni de capitán ni de tropas españolas, que los

caballeros y continos de su casa que estaban con él fuesen á servir en la guerra de Navarra, á cuyas fronteras acudían todas las fuerzas francesas, y que licenciase y despidiese las tropas, continuando sólo las pagas á los que quisiesen alistarse para el ejército de Navarra (1512).

La noticia de una gran derrota ó de un gran infortunio hubiera causado menos honda sensación de disgusto y de pena que la que produjo en el ejército español esta conducta del rey con el Gran Capitán. Porque si al ordenar la suspensión de su ida á Italia, donde podrían no ser ya necesarios sus servicios, le hubiera dado el mando en jefe del ejército de Navarra, no se hubiera atribuído á desaire, ni se hubiera calificado de insigne ingratitud, como lo era condenarle otra vez á la inacción y al retiro, cuando ardía viva una guerra extranjera en el norte de España. Así fué que casi ningún capitán de los alistados con Gonzalo quiso servir en la campaña del norte. Gonzalo convocó sus tropas, las animó á celebrar la prosperidad de los negocios exteriores del reino, y no queriendo dejar de hacerles alguna demostración de agradecimiento por el celo y la buena voluntad con que se habían prestado á seguirle, espléndido y liberal siempre, hizo reunir hasta la cantidad de cien mil ducados en dinero y alhajas, y los distribuyó generosamente entre los oficiales y soldados, y con esto se despidió de su ejército.

Altamente ofendido se mostró de su monarca el Gran Capitán, y en esta ocasión dió bien á entender que se le había apurado el sufrimiento, y aun el disimulo que hasta entonces había podido guardar. Lleno de dolor y de enojo, en la respuesta que envió al rey contestando á su mandamiento, le manifestó cuánto le maravillaba que hubiera tomado con él semejante determinación, debiendo saber que «era más codicioso de buena fama que de mucha hacienda, y que todo lo que el mundo valía lo estimaba en poco en comparación de su lealtad á un amigo cualquiera, cuanto más á su rey y señor; que S. A. debía conocer mejor que nadie á los hombres malévolos y de tan poco ánimo como sobrada ambición que sin duda le envidiaban y calumniaban, y que recordara bien si alguna vez por causa suya había recibido detrimento el reino, ó sufrido mengua las banderas españolas.» Y como el rey procurara justificarse con Gonzalo, exponiendo, con las suaves palabras que podía emplear, las causas por que había mandado sobreseer en su ida á Italia, el Gran Capitán, cada vez más irritado, escribió al rey dándole nuevas y más amargas quejas, expresadas con palabras las más fuertes y duras. Después de desafiar al rey á que le señalase uno solo de entre todos sus súbditos y criados que le hubiesen servido con más lealtad y paciencia y más sin respeto de sí mismo, añadía, «que en ser de aquella manera tratado conocía que estaba pagando lo que había ofendido á Dios por servir á Su Alteza; que en lo que á él tocaba, acostumbrado estaba á sufrir y á pasar por todo, pero que le pesaba y dolía mucho el daño que con aquella orden se había hecho á los que vendieron sus haciendas y dejaron buenos y honrosos partidos por seguirle en aquella empresa, y cuyas quejas cargaban sobre él; que por su parte no sentía lo que había gastado en gratificar á aquellos caballeros, pues hasta quedar reducido otra vez á Gonzalo Hernández, todo lo debía expender en servicio de S. A.;» y concluía pidiéndole licencia para irse á

vivir con su familia á su pequeño ducado de Terranova, puesto que el estado en que se encontraban las cosas de Italia le ponía allí fuera de toda sospecha, hasta que Su Alteza tuviese mejor ocasión y mejor voluntad de servirse de él.

Dábale el rey por excusa que, siendo la intención y propósito del papa hacer que saliesen de Italia los españoles, como habían salido ya los franceses, no consentiría que se enviase allá nuevo ejército, ni era conveniente hasta tener arregladas las cosas con los príncipes de la liga, y que le parecía mejor que hasta tanto que esto se determinase se fuese á descansar durante el invierno á Loja. Pero la verdad era que se había tratado de persuadir al rey, y él por lo menos fingía creerlo ó recelarlo, que había tratos secretos entre el papa y el Gran Capitán para echar de Italia así las tropas del emperador como las del Rey Católico, en premio de lo cual el pontífice daría á Gonzalo el ducado de Ferrara, y que esta era la razón del empeño que el papa había mostrado siempre en que se nombrase á Gonzalo de Córdoba general de la Iglesia y de los ejércitos de la liga. De esta sospecha, tan injuriosa á la lealtad del Gran Capitán, no hemos hallado hasta ahora prueba alguna en la historia, por lo cual debemos creer que era todo ó calumnia de sus enemigos ó suspicacia, ó tal vez malicia del rey. Ello es que indignado Gonzalo con aquella respuesta, envió al rey sus poderes, diciendo, «que para ermitaño, como lo pensaba ser, no tenía necesidad de ellos, y que se iría á vivir en aquellos agujeros, contento con su conciencia y con la memoria de sus servicios, teniendo aquel destierro por una de las mercedes que de la mano de Dios había recibido, muy colmada para la alma y para la honra (1).»

Poco tiempo después, ó por probar hasta dónde llegaba el disfavor de su soberano, ó porque realmente necesitara alguna indemnización de los gastos que había hecho con los caballeros y capitanes que entretuvo á su costa en Córdoba y Antequera, pidió al rey una tras otra dos encomiendas que sucesivamente vacaron, y ambas se las denegó el monarca, so pretexto de que no estaba lejos de pensar que tuviera derecho al gran maestraz go de Santiago, y de ser informado de que proseguía su pretensión con el papa para que se le confiriese en el caso de fallecimiento del rey.

No pudo ya el Gran Capitán ser amigo de un soberano que le correspondía con tanta ingratitud, y no estamos lejos de creer fuese cierto lo que Fernando después comenzó á sospechar, á saber, que adhiriéndose á los nobles y grandes descontentos que suspiraban por la venida del prín cipe Carlos para alejar otra vez de Castilla al rey de Aragón, trabajaba con ellos por traer al archiduque heredero y encomendarle el gobierno de Castilla. Decíase que tenía proyectado embarcarse en Málaga para Flandes con objeto de ir á buscar personalmente al príncipe, y que sólo esperaba buena ocasión para realizarlo. Es lo cierto que en la enfermedad que el rey padeció por aquel tiempo no había ido á verle, y se disculpó des pués con su soberano diciendo que no lo había hecho «porque no lo atri

(1) Crónica del Gran Capitán, lib. III.-Giovio, Vita Magni Gonsalvi, lib. III.Mártir, epist. 498.-Zurita, Rey don Hernando, lib. X, cap. xxvIII.—Quintana, Vida del Gran Capitán, págs. 330 y siguientes.

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