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CAPITULO XIII.

Vuelve Periandro bácia Roma con la noticia de venir su hermano Maximino: llega tambien Seráfido, su ayo, en compañía de Rutilio. Entretiénese el dolor y el sentimiento de las recien dadas heridas en la cólera y en la sangre caliente, que despues de fria fatiga de manera que rinde la paciencia del que la sufre: lo mismo acontece en las pasiones del alma, que en dando el tiempo lugar y espacio para considerar en ellas, fatigan hasta quitar la vida. Dijo su voluntad Auristela á Periandro, cumplió con su deseo, y satisfecha de haberle declarado esperaba su cumplimiento, confiada en la rendida voluntad de Periandro, el cual, como se ha dicho, librando la respuesta en su silencio, se salió de Roma, y le sucedió lo que se ha contado: conoció á Rutilio, el cual contó á su ayo Seráfido toda la historia de la isla bárbara, con las sospechas que tenia de que Auristela y Periandro fuesen Sigismunda y Persiles: díjole asimismo, que sin duda los hallarian en Roma, á quien desde que los conoció venían encaminados con la disimulacion y cubierta de ser hermanos: preguntó muchísimas veces á Seráfido la condicion de las gentes de aquellas islas remotas, de donde era rey Maximino y reina la sin par Auristela.

Volvióle á repetir Seráfido, cómo la isla de Tile ó Tule, que agora vulgarmente se llama Islanda, era la última de aquellos mares setentrionales, puesto que un poco mas adelante está otra isla, como te he dicho, llamada Frislanda, que descubrió Nicolas Temo, veneciano, el año de 1380, tan grande como Sicilia, ignorada hasta entónces de los antiguos, de quien es reina Eusebia, madre de Sigismunda, que yo busco: hay otra isla asimismo poderosa y casi siempre llena de nieve, que se llama Groelanda, á una punta de la cual esta fundado un monasterio debajo del título de Santo Tomas, en el cual hay religiosos de cuatro naciones, españoles, franceses, toscanos y latinos: enseñan sus lenguas á la gente principal de la isla, para que en saliendo della sean entendidos por do quiera que fueren: está, como he dicho, la isla sepultada en nieve, y encima de una montañuela está una fuente, cosa maravillosa y digna de que se sepa, la cual derrama y vierte de sí tanta abundancia de agua y tan caliente, que llega al mar, y por muy gran espacio dentro dél, no solamente le desnieva, pero le calienta de modo, que se recogen en aquella parte increible infinidad de diversos pescados, de cuya pesca se mantiene el monasterio y toda la isla, que de allí saca sus rentas y provechos: esta fuente engendra asimismo unas piedras conglutinosas, de las cuales se hace un betun pegajoso, con el cual se fabrican las casas, como si fuesen de duro mármol. Otras cosas te pudiera decir, dijo Seráfido á Rutilio, destas islas, que ponen en duda su crédito; pero en efecto son verdaderas.

Todo esto que no oyó Periandro, lo contó despues Rutilio, que ayudado de la noticia que dellas Periandro tenia, muchos las pusieron en el verdadero punto que merecian : llegó en esto el dia, y hallóse Periandro junto á la iglesia y templo magnífico, y casi el mayor de la Europa, de San Pablo, y vió venir hácia sí alguna gente en monton, á caballo y á pié, y llegando cerca conoció que los que venían eran Auristela, Feliz Flora, Constanza y Antonio su hermano, y asimismo Hipólita, que habiendo sabido la ausencia de Periandro, no quiso dejar á que otra llevase las albricias de su hallazgo, y así siguió los que depasos de Auristela, encaminados por la noticia

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llos dió la mujer de Zabulon el judío, bien como aquella
que tenia amistad con quien no la tiene con nadie: lle-
gó en fin Periandro al hermoso escuadron, saludó á Au-
ristela, notóle el semblante del rostro, y halló mas man-
sa su riguridad y mas blandos sus ojos: contó luego pú-
blicamente lo que aquella noche le habia pasado con
Seráfido su ayo y con Rutilio; dijo cómo su hermano el
príncipe Maximino quedaba en Terrachina, enfermo de
la mutacion, y con propósito de venirse á curar á Roma,
y con autoridad disfrazada y nombre trocado á buscarlos:
pidió consejo á Auristela y á los demas, de lo que haria;
porque de la condicion de su hermano el príncipe no
podia esperar ningun blando acogimiento. Pasmóse Au-
ristela con las no esperadas nuevas, despareciéronse en
un punto, así las esperanzas de guardar su integridad y
buen propósito, como de alcanzar por mas llano camino
la compañía de su querido Periandro. Todos los demas
circunstantes discurrieron en su imaginacion qué con-
sejo darían á Periandro, y la primera que salió con el su-
yo, aunque no se lo pidieron, fué la rica y enamorada Hi-
pólita, que le ofreció llevarle á Nápoles con su hermana
Auristela y gastar con ellos cien mil y mas ducados que
su hacienda valia: oyó este ofrecimiento Pirro el cala-
bres, que allí estaba, que fué lo mismo que oir la sen-
tencia irremisible de su muerte; que en los rufianes no
engendra celos el desden, sino el interes; y como este se
perdia con los cuidados de Hipólita, por momentos iba
tomando la desesperacion posesion de su alma, en la
cual iba atesorando odio mortal contra Periandro, cuya
gentileza y gallardía, aunque era tan grande, como se
ha dicho, à él le parecia mucho mayor, porque es propia
condicion del celoso, parecerle magníficas y grandes las
acciones de sus rivales.

Agradeció Periandro á Hipólita, pero no admitió su
generoso ofrecimiento: los demas no tuvieron lugar de
aconsejarle nada, porque llegaron en aquel instante Ru-
tilio y Seráfido, y entrambos á dos apénas hubieron vis-
to á Periandro, cuando corrieron á echarse á sus piés,
porque la mudanza del hábito no le pudo mudar la de su
gentileza: teníale abrazado Rutilio por la cintura y Se-
ráfido por el cuello: lloraba Rutilio de placer y Seráfido
de alegría: todos los circunstantes estaban atentos mi-
rando el extraño y gozoso recebimiento: solo en el cora-
zon de Pirro andaba la melancolía, atenaceándole con
tenazas mas ardiendo que si fueran de fuego, y llegó á
tanto extremo el dolor que sintió de ver engrandecido y
honrado á Periandro, que sin mirar lo que hacia, óquizá
mirándolo muy bien, metió mano á su espada, y por en-
tre los brazos de Seráfido se la metió á Periandro por el
hombro derecho con tal furia y fuerza, que le salió la
punta por el izquierdo, atravesándole, poco menos que
al soslayo, de parte á parte. La primera que vió el golpe
fué Hipólita, y la primera que gritó fué su voz, dicien-
do: ¡Ah traidor, enemigo mortal mio, y cómo has qui-
tado la vida á quien no merecia perderla para siempre!
Abrió los brazos Seráfido, soltólos Rutilio calientes ya en
su derramada sangre, y cayó Periandro en los de Auris-
tela, la cual faltándole la voz á la garganta, el aliento á
los suspiros y las lágrimas á los ojos, se le cayó la cabeza
sobre el pecho y los brazos á una y otra parte. Este gol-
pe, mas mortal en la apariencia que en el efecto, sus-
pendió los ánimos de los circunstantes, y les robó la co-
lor de los rostros, dibujándoles la muerte en ellos, que
ya por la falta de la sangre á mas andar se entraba por la

vida de Periandro, cuya falta amenazaba á todos el último fin de sus dias, á lo ménos Auristela la tenia entre los dientes y la queria escupir de los labios. Seráfido y Antonio arremetieron á Pirro, y á despecho de su fiereza y fuerzas le asieron, y con gente que se llegó, le enviaron á la prision, y el Gobernador de allí á cuatro dias le mandó llevar á la horca por incorregible y asesino, cuya muerte dió la vida á Hipólita, que vivió de allí adelante.

CAPITULO XIV.

Llega Maximino enfermo de la mutacion : muere dejando casados á Periandro y Auristela, conocidos ya por Persiles y Sigismunda. Es tan poca la seguridad con que se gozan los humanos gozos, que nadie se puede prometer en ellos un mínimo punto de firmeza. Auristela, arrepentida de haber declarado su pensamiento á Periandro, volvió á buscarle alegre, por pensar que en su mano y en su arepentimiento estaba el volver á la parte que quisiese la voluntad de Periandro, porque se imaginaba ser ella el clavo de la rueda de su fortuna y la esfera del movimiento de sus deseos; y no estaba engañada, pues ya los traia Periandro en disposicion de no salir de los de Auristela; pero mirad los engaños de la variable fortuna. Auristela, en tan pequeño instante como se ha visto, se ve otra de lo que antes era; pensaba reir y está llorando, pensaba vivir y ya se muere, creia gozar de la vista de Periandro, *y ofrécesele á los ojos la del príncipe Maximino su hermano, que con muchos coches y grande acompañamiento entraba en Roma por aquel camino de Terrachina, y llevándole la vista el escuadron de gente que rodeaba al herido Periandro, llegó su coche á verlo y salió á recibirle Seráfido, diciéndole : ¡Oh príncipe Maximino, y qué malas albricias espero de las nuevas que pienso darte! Este herido que ves en los brazos desta hermosa donceHa, es tu hermano Persiles, y ella es la sin par Sigismunda, hallada de tu diligencia á tiempo tan áspero y en sazon tan rigurosa, que te han quitado la ocasion de regalarlos, y te han puesto en la de llevarlos á la sepultura. No irán solos, respondió Maximino, que yo les haré compañía, segun vengo; y sacando la cabeza fuera del coche, conoció á su hermano, aunque tinto y lleno de sangre de la herida: conoció asimismo á Sigismunda por entre la perdida color de su rostro, porque el sobresalto que le turbó sus colores, no le afeó sus facciones: hermosa era Sigismunda ántes de su desgracia, pero hermosísima estaba despues de haber caido en ella; que tal vez los accidentes del dolor suelen acrecentar la belleza.

Dejóse caer del coche sobre los brazos de Sigismunda, ya no Auristela, sino la reina de Frislanda, y en su imaginacion, tambien reina de Tile; que estas mudanzas tan extrañas caen debajo del poder de aquella que comunmente es llamada fortuna, que no es otra cosa sino un firme disponer del cielo. Habiase partido Maximino con intencion de llegará Roma á curarse con mejores médicos que los de Terrachina, los cuales le pronosticaron que antes que en Roma entrase, lê habia de saltear la muerte, en esto mas verdaderos y experimentados que en saber curarle : verdad es que el mal que causa la mutacion, pocos le saben curar: en efecto frontero del templo de San Pablo, en mitad de la campaña rasa, la fea

muerte salió al encuentro al gallardo Persiles y le derribó en tierra y enterró á Maximino, el cual viéndose á punto de muerte, con la mano derecha asió la izquierda de su hermano y se la llegó á los ojos, y con su izquierda le asió de la derecha y se la juntó con la de Sigismunda, y con voz turbada y aliento mortal y cansado dijo: De vuestra honestidad, verdaderos hijos y hermanos mios, creo que entre vosotros está por saber esto; aprieta, hermano, estos párpados, y ciérrame estos ojos en perpetuo sueño, y con esotra mano aprieta la de Sigismunda, y séllala con el sí que quiero que la des de esposo ; y sean testigos de este casamiento la sangre que estás derramando y los amigos que te rodean; el reino de tus padres te queda, el de Sigismunda heredas, procura tener salud, y góceslos años infinitos.

Estas palabras tan tiernas, tan alegres y tan tristes avivaron los espíritus de Persiles, y obedeciendo al mandamiento de su hermano, apretándole la muerte, con la mano le cerró los ojos, y con la lengua entre triste y alegre pronunció el sí, y le dió de ser su esposo á Sigismunda: hizo el sentimiento de la improvisa y dolorosa muerte en los presentes su efecto, y comenzaron á ocupar los suspiros el aire, y á regar las lágrimas el suelo. Recogieron el cuerpo muerto de Maximino y lleváronle á San Pablo, y el medio vivo de Persiles en el coche del muerto le volvieron á curar á Roma, donde no hallaron á Belarminia ni á Deleasir, que se habian ido ya á Francia con el Duque. Mucho sintió Arnaldo el nuevo y extraño casamiento de Sigismunda; muchísimo le pesó de que se hubiesen malogrado tantos años de servicio, de buenas obras hechas, en órden á gozar pacífico de su sin igual belleza; y lo que mas le tarazaba el alma, eran las no creidas razones del maldiciente Clodio, de quien él á su despecho hacia tan manifiesta prueba: confuso, atónito y espantado, estuvo por irse sin hablar palabra á Persiles y Sigismunda; mas considerando ser reyes, y la disculpa que tenian, y que sola esta ventura estaba guardada para él, determinó ir á verles, y ansí lo hizo: fué muy bien recebido, y para que del todo no pudiese estar quejoso, le ofrecieron á la infanta Eusebia, para su esposa, hermana de Sigismunda, é quien él aceptó de buena gana, y se fuera luego con ellos, si no fuera por pedir licencia á su padre; que en los casamientos graves y en todos es justo se ajuste la voluntad de los hijos con la de los padres. Asistió á la cura de la herida de su cuñado en esperanza, y dejándole sano, se fué á ver á su padre, y prevenir fiestas para la entrada de su esposa. Feliz Flora determinó de casarse con Antonio el bárbaro, por no atreverse á vivir entre los parientes del que habia muerto Antonio ; Croriano y Ruperta, acabada su romería, se volvieron á Francia, llevando bien qué contar del suceso de la fingida Auristela: Bartolomé el manchego y la castellana Luisa se fuéron á Nápoles, donde se dice acabaron mal, porque no vivieron bien. Persiles depositó á su hermano en San Pablo, recogió á todos sus criados, volvió á visitar los templos de Roma, acarició á Constanza, á quien Sigismuda dió la cruz de diamantes, y la acampañó hasta dejarla casada con el Conde su cuñado; y habiendo besado los piés al Pontífice, sosegó su espiritu y cumplió su voto, y vivió en compañía de su esposo Persiles hasta que biznietos le alargaron los dias, pues los vió en su larga y feliz posteridad.

FIN DEL PERSILES Y SIGISMUNDA.

VIAJE DEL PARNASO.

DEDICATORIA

A D. Rodrigo de Tapia, caballero del hábito de Santiago, hijo del señor D. Pedro de Tapia, oidor del Consejo Real, y consultor del Santo Oficio de la Inquisicion Suprema.

DIRIJO ȧ vuesa merced este Viaje que hice al Parnaso, que no desdice à su edad florida, ni á sus loables y estudiosos ejercicios. Si vuesa merced le hace el acogimiento que yo espero de su condicion ilustre, él quedará famoso en el mundo, y mis deseos premiados. Nuestro Señor, etc. MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA.

PROLOGO.

Si por ventura, lector curioso, eres poeta, y llegare a tus manos (aunque pecadoras) este Viaje; si te hallares en él escrito y notado entre los buenos poetas, da gracias á Apolo por la merced que te hizo; y si no te hallares, tambien se las puedes dar. Y Dios te guarde.

D. AUGUSTINI DE CASANATE ROSAS.

EPIGRAMMA.

Excute cæruleum, proles Saturnia, tergum,
Verbera quadriga sentiat alma Tethys.
Agmen Apollineum, nova sacri injuria ponti,
Carmineis ratibus per freta tendit iter.
Proteus æquoreas pecudes, modulamina Triton,
Monstra cavos latices obstupefacta sinunt.
At caveas tantæ torquent quæ mollis habenas,
Carmina si excipias nulla tridentis opes.
Hesperiis Michaël claros conduxit ab oris
In pelagus vates. Delphica castra petit.
Imò age, pone metus, mediis subsiste carinis.
Parnassi in litus vela secunda gere.

CAPITULO PRIMERO.

Un quidam caporal italiano,
De patria perusino, á lo que entiendo,
De ingenio griego, y de valor romano,
Llevado de un capricho reverendo,
Le vino en voluntad de ir á Parnaso,
Por buir de la corte el vario estruendo.
Solo y á pié partióse, y paso a paso
á
Llegó donde compró una mula antigua,
De color parda y tartamudo paso :

Nunca à medroso pareció estantigua
Mayor, ni ménos buena para carga,
Grande en los huesos, y en la fuerza exigua,
Corta de vista, aunque de cola larga,
Estrecha en los ijares, y en el cuero
Mas dura que lo son los de una adarga.
Era de ingenio cabalmente entero,
Caia en cualquier cosa fácilmente
Asi en abril, como en el mes de enero.

En fin, sobre ella el poeton valiente
Llegó al Parnaso, y fué del rubio Apolo
Agasajado con serena frente.

Contó, cuando volvió el poeta solo
Y sin blanca á su patria, lò que en vuelo
Llevó la fama deste al otro polo.

Yo, que siempre trabajo y me desvelo
Por parecer que tengo de poeta
La gracia, que no quiso darme el cielo,
Quisiera despachar á la estafeta
Mi alma, ó por los aires, y ponella
Sobre las cumbres del nombrado Oeta.
Pues descubriendo desde allí la bella
Corriente de Aganipe, en un saltico
Pudiera el labio remojar en ella,

Y quedar del licor suave y rico
El pancho lleno, y ser de allí adelante
Poeta ilustre, ó al ménos manifico.

Mas mil inconvenientes al instante
Se me ofrecieron, y quedó el deseo ⚫
En cierne, desvalido é ignorante.

Porque en la piedra que en mis hombros veo, Que la fortuna me cargo pesada,

Mis mal logradas esperanzas leo.

Las muchas leguas de la gran jornada
Se me representaron que pudieran
Torcer la voluntad aficionada,

Si en aquel mismo instante no acudieran
Los humos de la fama á socorrerme,
Y corto y fácil el camino hicieran.

Dije entre mí: Si yo viniese á verme
En la dificil cumbre deste monte,
Y una guirnalda de laurel ponerme;
No envidiaria el bien decir de Aponte,
Ni del muerto Galarza la agudeza,
En manos blando, en lengua Radamonte.
Mas como de un error siempre se empieza,
Creyendo á mi deseo, di al camino
Los piés, porque di al viento la cabeza.

En fin, sobre las ancas del destino,
Llevando á la eleccion puesta en la silla,
Hacer el gran viaje determino.

Si esta cabalgadura maravilla,
Sepa el que no lo sabe, que se usa
Por todo el mundo, no solo en Castilla.
Ninguno tiene, ó puede dar excusa
De no oprimir desta gran bestia el lomo,
Ni mortal caminante lo rehusa.

Suele tal vez ser tan lijera, como
Va por el aire el águila ó saeta,
Y tal vez anda con los piés de plomo.
Pero para la carga de un poeta,
Siempre lijera, cualquier bestia puede
Llevarla, pues carece de maleta.

Que es caso ya infalible, que aunque herede Riquezas un poeta, en poder suyo No aumentarlas, perderlas le sucede.

Desta verdad ser la ocasion arguyo,
Que tú, ó gran padre Apolo, les infundes
En sus intentós el intento tuyo.

Y como no le mezclas ni confundes
En cosas de agibilibus rateras,
Ni en el mar de ganancia vil le hundes;
Ellos, ó traten burlas. ó sean véras,
Sin aspirar á la ganancia en cosas,
Sobre el convexo van de las esferas,

Pintando en la palestra rigurosa
Las acciones de Marte, ó entre las flores
Las de Vénus mas blanda y amorosa.

Llorando guerras, ó cantando amores,
La vida como en sueño se les pasa,
O como suele el tiempo á jugadores.

Son hechos los poetas de una masa
Dulce, suave, correosa y tierna,
Y amiga del bolgar de ajena casa.

El poeta mas cuerdo se gobierna
Por su antojo baldío y regalado,
De trazas lleno, y de ignorancia eterna.

Absorto en sus quimeras, y admirado
De sus mismas acciones, no procura
Llegar á rico, como á honroso estado.

Vayan pues los leyentes con letura, Cual dice el vulgo mal limado y bronco, Que yo soy un poeta desta hechura :

Cisne en las canas, y en la voz un ronco Y negro cuervo, sin que el tiempo pueda Desbastar de mi ingenio el duro tronco:

Y que en la cumbre de la varia rueda
Jamas me pude ver solo un momento,
Pues cuando subir quiero, se está queda.

Pero por ver si un alto pensamiento
Se puede prometer feliz suceso,
Seguí el viaje á paso tardo y lento.

Un candeal con ocho mis de queso
Fué en mis alforjas mi repostería,
Util al que camina, y leve peso.

-Adios, dije á la humilde choza mia,
Adios, Madrid, adios tu Prado, y fuentes
Que manan néctar, llueven ambrosia.
Adios, conversaciones suficientes
A entretener un pecho cuidadoso,
Y á dos mil desvalidos pretendientes.
Adios, sitio agradable y mentiroso,
Do fueron dos gigantes abrasados
Con el rayo de Júpiter fogoso.

Adios, teatros públicos, honrados
Por la ignorancia que ensalzada veo
En cien mil disparates recitados.

Adios de San Felipe el gran paseo, Donde si baja ó sube el turco galgo Como en gaceta de Venecia leo.

Adios, hambre sotil de algun hidalgo,
Que por no verme ante tus puertas muerto,
Hoy de mi patria y de mí mismo salgo.-

Con esto poco a poco llegué al puerto,
A quien los de Cartago dieron nombre,
Cerrado á todos vientos y encubierto.
A cuyo claro y singular renombre
Se postran cuantos puertos el mar baña,
Descubre el sol, y ha navegado el hombre.
Arrojose mi vista á la campaña
Rasa del mar, que trujo á mi memoria
Del heróico Don Juan la heróica hazaña.
Donde con alta de soldados gloria,

Y con propio valor y airado pecho
Tuve, aunque humilde, parte en la vitoria.
Allí con rabia y con mortal despecho
El otomano orgullo vió su brio

Hollado y reducido á pobre estrecho. Lleno pues de esperanzas, y vacío De temor, busqué fuego una fragata, Que efetuase el alto intento mio.

Cuando por la, aunque azul, líquida plata Vi venir un bajel á vela y remo, Que tomar tierra en el gran puerto trata. Del mas gallardo, y mas vistoso extremo De cuantos las espaldas de Neptuno Oprimieron jamas, ni mas supremo. Cual este, nunca vió bajel alguno El mar, ni pudo verse en el armada, Que destruyó la vengativa Juno.

No fué del vellocino á la jornada Argos tan bien compuesta y tan pomposa, Ni de tantas riquezas adornada.

Cuando entraba en el puerto, la hermosa
Aurora por las puertas del oriente,
Salia en trenza blanda y amorosa;

Oyóse un estampido de repente,
Haciendo salva la real galera,
Que despertó y alborotó la gente.
El son de los clarines la ribera
Llenaba de dulcisima armonía,

Y el de la chusma alegre y placentera.
Entrábanse las horas por el dia,
A cuya luz con distincion mas clara
Se vió del gran bajel la bizarría.

Ancoras echa, y en el puerto para,

Y arroja un ancho esquife al mar trauquilo
Con música, con grita y algazara.

Usan los marineros de su estilo,
Cabren la popa con tapetes tales
Que es oro y sirgo de su trama el hilo.
Tocan de la ribera los umbrales,
Sale del rico esquife un caballero
En hombros de otros cuatro principales.*
En cuyo traje y ademan severo
Vi de Mercurio al vivo la figura,
De los fingidos dioses mensajero.

En el gallardo talle y compostura,
En los alados piés, y el caduceo,
Símbolo de prudencia y de cordura,
Digo, que al mismo paraninfo veo,
Que trujo mentirosas embajadas
Ala tierra del alto coliseo.

Vile, y apenas puso las aladas
Plantas en las arenas venturosas
Por verse de divinos piés tocadas;

Cuando yo revolviendo cien mil cosas En la imaginacion, llegué á postrarme Ante las plantas por adorno hermosas. Mandóme el dios parlero luego alzarme, Y con medidos versos y sonantes, Desta manera comenzó á hablarme :

¡Oh Adan de los poetas, oh Cervantes! ¿Qué alforjas y qué traje es este, amigo, Que así muestra discursos ignorantes?

Yo, respondiendo à su demanda, digo: -Señor, voy al Parnaso, y como pobre Con este aliño mi jornada sigo.

Y él á mí dijo: ¡Sobrehumano, y sobre
Espiritu cilenio levantado!

Toda abundancia y todo honor te sobre.
Que en fin has respondido à ser soldado
Antiguo y valeroso, cual lo muestra
La mano de que estás estropeado.

Bien sé qué en la naval dura palestra
Perdiste el movimiento de la mano
Izquierda, para gloria de la diestra.

Y sé que aquel instinto sobrehumano Que de raro inventor tu pecho encierra, No te le ha dado el padre Apolo en vano. Tus obras los rincones de la tierra, Llevándolas en grupa Rocinante, Descubren, y á la envidia mueven guerra. Pasa, raro inventor, pasa adelante Con tu sotil disinio, y presta ayuda A Apolo; que la tuya es importante? Antes que el escuadron vulgar acuda Demas de veinte mil sietemesinos Poetas, que de serlo están en duda.

Llenas van ya las sendas y caminos Desta canalla inútil contra el monte, Que aun de estar á su sombra no son dinos. Armate de tus versos luego, y ponte A punto de seguir este viaje Conmigo, y á la gran obra disponte. Conmigo segurisimo pasaje

Tendrás, sin que te empaches, ni procures Lo que suelen llamar matalotaje.

Y porque esta verdad que digo, apures, Entra coumigo en mi galera, y mira Cosas con que te asombres y asegures.— Yo, aunque pensé que todo era mentira, Entré con él en la galera hermosa, Y ví lo que pensar en ello admira.

De la quilla á la gavia, ¡oh extraña cosa! Toda de versos era fabricada,

Sin que se entremetiese alguna prosa.
Las ballesteras eran de ensalada
De glosas, todas hechas à la boda
De la que se llamó Malmaridada.

Era la chusma de romances toda,
Gente atrevida, empero necesaria,
Pues á todas acciones se acomoda.

La popa de materia extraordinaria,
Bastarda, y de legítimos sonetos,
De labor peregrina en todo, y varia.
Eran dos valentísimos tercetos
Los espaldares de la izquierda y diestra,
Para dar boga larga muy perfetos.

Hecha ser la crujía se me muestra
De una luenga y tristísima elegía,
Que no en cantar, sino en llorar es diestra.
Por esta entiendo yo que se diria
Lo que suele decirse à un desdichado,
Cuando lo pasa mal, pasó crujía.

El árbol hasta el cielo levantado
De una dura cancion prolija estaba
De canto de seis dedos embreado.

Él, y la entena que por él cruzaba,
De duros estramboles, la madera
De que eran hechos claro se mostraba.

La racamenta, que es siempre parlera,
Toda la componian redondillas,
Con que ella se mostraba mas lijera.

Las jarcias parecian seguidillas

De disparates mil y mas compuestas,
Que suelen en el alma hacer cosquillas.

Las rumbadás, fortísimas y honestas
Estancias, eran tablas poderosas,
Que llevan un poema y otro á cuestas.
Era cosa de ver las bulliciosas
Banderillas que al aire tremolaban,
De varias rimas algo licenciosas.
Los grumetes, que aquí y allí cruzaban,
De encadenados versos parecian,
Puesto que como libres trabajaban,
Todas las obras muertas componian
O versos sueltos, ó sextinas graves,
Que la galera mas gallarda hacian.

En fin, con modos blandos y suaves,
Viendo Mercurio que yo visto habia
El bajel, que es razon, letor, que alabes,
Junto á sí me sentó, y su voz envía
A mis oídos en razones claras,
Y llenas de suavisima armonía,

Diciendo: Entre las cosas que son raras
Y nuevas en el mundo y peregrinas,
Verás, si en ello adviertes y reparas,
Que es una este bajel de las mas dinas
De admiracion, que llegue à ser espanto
A naciones remotas y vecinas.

No le formaron máquinas de encanto, Sino el ingenio del divino Apolo, Que puede, quiere, y llega y sube á tanto. Formóle, ¡oh nuevo caso! para solo Que yo llevase en él cuantos poetas Hay desde el claro Tajo hasta Pactolo. De Malta el gran maestre, á quien secretas Espías dan aviso que en Oriente Se aperciben las bárbaras saetas, Teme, y envía á convocar la gente

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