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de la corona á la lisonja, á la ambicion y aun á la rebeldia de los Próceres, abandonaba á la penúria la madre de dos reyes, á la muger y á los hijos de su padre. Dábase prisa á reparar estos agrávios con las pruebas de su génerosidad y cariño; servíala por si misma, y creia que las acciones de amor y respeto filial daban nuevo realze á la magestad de la púrpura.

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Sus hijos presenciaban estas tiernas escenas, y en tal escuela tomaban las lecciones de virtud y adquirian las prendas que los hicieron justamente el consuelo y embeleso de su digna madre. Cinco le dió el cielo, la afectuosa Isabel, réina de Portugal; Maria que lo fué despues de su hermana; el malogrado Príncipe Don Juan; Catalina, réina de Inglaterra, ilustre por su piedad y por sus desventuras, y Juana madre de Cárlos V, á quien el amor á su marido, hereditário en las hembras de su família, vino por último á arrebatarle el juicio y el cetro. Isabel los amaba todavia con mayor intension que el comun de las madres su ardiente y genéroso pecho no era capaz de afecciones vulgares: prodigábales las ternezas, los llamaba de ordinário sus ángeles. Á par de su cariño caminaba el cuidado y solicitud de su educacion : dábales especialmente la del ejemplo, aquel médio eficaz que con ningun otro puede suplirse, para formar y dirigir las inclinaciones y costumbres de la niñez. Tuvieron el debido lugar en la crianza de sus hijas las artes y labores femeniles, sin olvidar las que cultivan y perfeccionan el ingénio. Pero en la del Príncipe heredero., centro en que los dulces afectos de sus augustos padres se cruzaban con Ios votos y espectacion de tantos pueblos, aquí fué donde Isabel apuró todos los recursos de su discrecion y de su talento para hacerla la mas cabal y perfecta que cupiese. Mientras unos maestros adornaban su entendimiento con los conocimientos que convienen á un Príncipe, otros le enseñaban la destreza de las armas que dá robustez y gallardía, los ejercicios ecuestres que la confirman, los encantos de la música que infunden y alimentan la bondad y la dulzura. ¡Que esmero en elegir los que habian de cuidar de sus costumbres! ¡Que circunspeccion en señalar los compañeros en cuyo trato debia el Príncipe aprender que siendo igual á los demas en la naturaleza, podia serles todavia in

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ferior en las virtudes! Que Ingeniosa delicadeza en corregir los defectos que apuntaban en su alma ingénua y dócil! ¡ Que solicitud, luego que llegó á la época del discernimiento y de la reflexion, de que fuese aprendiendo los negócios, y se preparase á ejercer dignamente el arte escabroso y dificil de reinar! Ai! Cuidados inútiles, instruccion vana. Una temprana muerte en la florida edad de diez y nueve años, cuando apenas empezaba el Príncipe á disfrutar de los castos placeres de himeneo, cortó el estambre de sus dias, dejando sumergidos en la desolacion y en el llanto á una adorada esposa, á una nacion embriagada de amor y de esperanzas, á unos padres sensibles, que ya en los umbrales de la vejez vieron desaparecer como sombra una vida que era todas sus complacéncias, todo el alivio de sus solicitudes y fatigas. ¡ Ó dolor acerbo, dolor incomprensible á los que no son padres ! Y ¿quien podrá encarecer bastantemente la constancia heróica con que Isabel supo dominar sus afectos, vencer los impulsos maternales y apurar esta copa de afliccion y de amargura? Dios nos lo dió, Dios nos lo ha quitado, sea su nombre bendito : así respondia aquella muger incomparable á los que venian á cumplimentarla en ocasion de tan triste y lastimoso duelo indício claro de cual era la raiz de un esfuerzo y valor negado á la naturaleza.

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Alma Religion, dádiva inestimable del Cielo, concedida misericordiosamente á los mortales en compensacion de los males que por todas partes los rodean; tu que ofreces motivos de consuelo á la desgrácia, de moderacion á la prosperidad, estímulos á la virtud, remordimientos al delito ; tu que elevando el hombre hácia la Divinidad, le haces superior á los accidentes y á la fortuna; tu que nivelas al desvalido y al poderoso, al Rei y al vasallo, dejando á todos igualmente libre el campo de la felicidad y del mérito; tu,

tu eres la fuente universal de los verdaderos bienes. Tu eres la única guia que con paso cierto conduce á la tranquilidad y reposo interior, la única regla que está al alcance comun de los hombres, el único apoyo seguro de que tanto necesita nuestra flaqueza. Todos los que le presta fuera de ti la razon, fuera de ti la razon, son fallidos y deleznables, expuestos á vacilar como la razon misma : tu sola das principios inmutables y eternos como tu celeste origen: tu sola los

proporcionas á todos los entendimientos, á todas las condiciones, á todas las circunstancias: tu sola bastas, y sin tí nada basta para formar y acrisolar las virtudes privadas y públicas; y tu sola fuiste la que creaste las grandes calidades que hicieron de Isabel un dechado de mugeres y de Príncipes. No las aprendió ciertamente Isabel en la escuela de una vana filosofia, que sin la antorcha y arrimo de la Religion es todo sombras y tropiezos, no en la de las cortes y palácios, que ordináriamente es todo corrupcion y maldad, sino en la del Evangélio, en la luz pura, sencilla y no por eso menos sublime del Evangélio, que así alumbra como hermosea, así ilustra el entendimiento como adorna la voluntad y la perfecciona.

Mas la religion de nuestra Princesa no fué, cual suele en otras personas, una cadena de prácticas y menudencias fáciles, poco dignas de la magestad del Omnipotente, á quienes con ofensa de la misma religion se atribuye la virtud de allanar la expiacion de los crímenes mas atroces, y que sin sanar el corazon humano, le adormecen é inspiran una confianza fútil. La piedad de Isabel fué sincera, sus obras correspondieron á su crcéncia. Isabel se presentaba delante de la Divinidad, como ante una llama donde trataba de purificar las misérias comunes de nuestra condicion, de acendrar sus virtudes, de adquirir el temple necesário para defenderse del tédio de los negócios, del desprecio de los inferiores, de la impunidad y licéncia del poder supremo. Allí estudiaba, y allí aprendia los deberes y cargas del estado Real, el celo del provecho ageno, el desprendimiento del personal suyo, el sacrificio de sus comodidades, inclinaciones y afectos á la prosperidad general de sus pueblos. Allí aprendia que si la Providéncia la habia colocado en parage mas eminente, tambien le habia impuesto mayores y mas pesadas obligaciones; y en la consideracion de la estrecha y terrible responsabilidad de quien manda, hallaba motivos para envidiar la suerte del que obedece. Allí aprendia que la riqueza y el poder son los escollos mas peligrosos para la inocéncia que en el tribunal supremo no hay acepcion de personas, ni mas indulgéncia para los príncipes que para los súbditos: que si alguna preferéncia se indica, es para el humilde y el

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queñuelo, y que al poderoso culpable le aguardan poderosos tormentos. Allí aprendia que sus vasallos eran tambien sus hermanos que segun las miras adorables y benéficas del Padre comun, el bien de todos y no el de uno solo es el objeto de la Sociedad, del Gobierno y de cualquier otra institucion política que no sea injusta y contrária á los fines de la Bondad divina; y últimamente, que los aduladores que tratan de alhagar con otras máximas y lenguage á los príncipes, son sus mas pérfidos y crueles enemigos. Sencilla á un mismo tiempo y prudente segun el precepto evangélico, lejos de ambos extremos de la incredulidad y de la supersticion, no gustaba Isabel de observáncias pueriles, hijas de la debilidad y de la ignoráncia, sino de los ejercícios de una devocion ilustrada y sólida. Alimentaba diariamente su piedad con los salmos y preces de la Iglésia. Amaba el culto como el idioma con que la humanidad expresa su respeto y gratitud al soberano Hacedor, promovió su extension y magestad, y en los ratos que le dejaban libres los negócios, acostumbraba ocuparse en labrar adornos para el santuário. Construyó templos, fundó obispados, fomentó la propagacion del Evangélio, y coronó estas demostraciones exteriores de su religiosidad con el homenage perpétuo que rendia á Dios de una intencion límpia, de un corazon compasivo, de unas manos puras é inocentes.

Su escrupulosidad en elegir los ministros y gefes de la religion, fué consiguiente á la rígida severidad de sus princípios. Durante su gobierno no fué camino para el episcopado la lisonja, la asistencia á la corte, el obséquio á los próceres, la proteccion de estos comprada á veces por médios torpes y ruines. La consideracion al Rei su marido, menos delicado que su muger en estas matérias, el respeto con que oía sus dictámenes y cedia en otros asuntos á sus insinuaciones, no fueron parte para que aflojase un punto de la austeridad de sus máximas en el nombramiento de prelados. Aquella época venturosa presenció la noble contienda entre la autoridad justa y el mérito modesto, entre la autoridad buscando y solicitando al mérito en la oscuridad de su retiro, y el mérito ora negándose, ora aceptando con lágrimas y forzado las dignidades que son el término á que aspira la ambi

cion comunmente. Los Talaveras, los Cisneros, los Buendias, los Maluendas, los Empúdias, los Cuencas, los Malpartidas, los Oropesas, tantas mitras renunciadas ó recibidas con violéncia dan testimonio irrefragable de la piedad de Isabel, y de la sinceridad de su conducta religiosa y cristiana. Porque Isabel no hacia á la Religion el ultraje de considerarla como instrumento de la política ó de sus placeres. No buscaba en los ministros de la Iglésia cortesanos que apoyasen y extendiesen sin término la regalia, ni aduladores que apocasen sus faltas y le allanasen el camino del cielo. Queria oir de su boca la verdad entera sin rebozo , y en alguna ocasion escuchó pacientemente sinrazones por no retraer á otros de decirle verdades útiles aunque amargas.

Pero el respeto de la Réina á los prelados y ministros eclesiásticos no era efecto de una piedad ciega y débil: veneraba la Religion, no los abusos introducidos á su sombra ni las opiniones de los míseros mortales revestidas temerariamente de tan augusto nombre. Isabel mostró que no son incompatibles las virtudes civiles y religiosas, el despejo de la razon con la docilidad de la fé, el arte de reinar con la profesion y estrecha observáncia del cristianismo. Si los clérigos de Trujillo quieren que lo respetable de su estado sirva de salvaguardia á sus excesos, Isabel no titubea, desatiende las inmunidades que nunca pudieron concederse en perjuicio del órden público, y obliga á dar al César lo que es del César. Si la chancillería de Valladolid por deferéncia á las desmedidas pretensiones ultramontanas de aquellos siglos, admite indebidamente apelaciones á la silla apostólica, Isabel priva á sus ministros del puesto y confianza que no merecian, y con este acto de vigor enseña á los demás tribunales á discernir entre los justos límites del império y del sacerdócio. Si las órdenes religiosas olvidan su fervor primitivo y sirven de escándalo y mal ejemplo, Isabel no sosiega hasta conseguir una reforma saludable. Si la ambicion, que tal vez se atreve á lo mas sagrado, sorprende y arranca en la Cúria provisiones de obispados en extrangeros ó quebrantando los derechos de presentacion, Isabel hace anularlas y guardar el respeto que se debe á la fé de los tratados y libertades de la iglésia de España. En las instrucciones á sus em

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