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» díccionales, de cualquier clase ó condición que sean. Quedan abolidos los dictados de vasallo y vasallaje, y las pretensiones así reales como personales que deban su origen á título jurisdiccional, á excepción de las que proceden de » trato libre, en uso del sagrado derecho de propiedad. Los señores territoriales » y solariegos quedan desde ahora en la clase de los demás derechos de propic» dad particular. - Quedan abolidos los privilegios llamados exclusivos, prohi>> bitivos y privativos que tengan el mismo origen de señorio, como son los de » caza, pesca, hornos, molinos, aprovechamientos de aguas y demás... En adelante, nadie podrá llamarse señor de vasallos, ejercer jurisdicciones, nombrar jueces, ni usar de los privilegios y derechos comprendidos en este decreto, y > el que lo hiciere perderá el derecho al reintegro en los casos que quedan indi» cados.»

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La iniciativa de esta democrática reforma corresponde al diputado señor Rodríguez Bahamonde, al que secundaron eficazmente sus compañeros señores Garcia Herreros y Polo. Notable fué el resumen hecho por el último al hablar en la sesión celebrada el día 11 de Junio.

« Por los datos estadísticos - dijo que han podido reunirse, he visto que » de 25,230 pueblos, granjas, cotos y despoblados que tiene España, 13,209 son de >> distintos señorios particulares, con la circunstancia de que 4,716 villas que se » cuentan en las provincias de la Península, y son los pueblos de mayor número » de habitantes después de las ciudades, sólo 1,703 son de realengo y 3,013 de se» ñoríos; los mismos datos; los mismos datos nos han demostrado que en muchos pueblos los pechos y gabelas que se pagan á los señores exceden á las contri» buciones ordinarias, y que los privilegios privativos y prohibitivos entorpecen » el trabajo é impiden el progreso de la agricultura.»

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Este célebre decreto de 6 de Agosto, al abolir los señoríos, que no podía respetar la revolución considerándolos como últimos vestigios del régimen feudal, destruyó los excesos contra los que aparecía impotente la continuada protesta de los procuradores en los anteriores reinados, y reivindicó en favor del poder público el derecho jurisdiccional del que usaban y abusaban hasta entonces los señores solariegos.

Movidas por todo extremo fueron las sesiones que se celebraron con motivo de algunas diferencias surgidas entre los antiguos consejeros del Supremo de Regencia, siendo uno de ellos don Miguel de Lardizábal y Uribe, que publicó un folleto de bastante resonancia. Hubo de celebrarse estas sesiones á puerta cerrada, y en la misma forma lo fueron las dedicadas al delicado asunto de la mudanza de Regentes. En cuanto á este extremo, propuso don Agustin Argüelles que en la Regencia que se nombrara, con arreglo á la Constitución, no se pusiese ninguna persona real.

La obra fundamental de las Cortes, el proyecto de Constitución, comenzó á elaborarse. Sus dos primeras partes y largo discurso preliminar, redactado por Argüelles, los leyó don Evaristo Pérez de Castro en la sesión celebrada el 18 de

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Agosto. Mientras aquéllas se discutían, la comisión correspondiente continuaba sus trabajos que termino el 26 de Diciembre. La discusión duró hasta el 23 de Enero del siguiente año.

En otro capítulo trataremos del Código político que dieron al país los legisladores de Cádiz.

CAPÍTULO XIX

Cortes. La Constitución de 1812 y el derecho constitucional del resto del siglo. — Convocatoria å Cortes ordinarias para 1813. Labor de las Cortes en el resto del año.

Con igual ardor que durante 1811 siguieron en el año siguiente las Cortes sus tareas legislativas.

Inauguraron el año resolviendo la cuestión de si habían de ser cinco ó tres los Regentes, decidiéndose por que fueran cinco, y de si debía ó no presidir la Regencia una persona real, acordando, á propuesta de Argüelles, que no se pusiese á persona real en la Regencia.

Fueron nombrados Regentes el Duque del Infantado, teniente general de los reales ejércitos, don Joaquín Mosquera y Figueroa, consejero en el Supremo de Indias; don Juan Maria Villavicencio, teniente general de la feal armada; don Ignacio Rodríguez de Rivas, del Consejo de S. M. y al Conde de la Bisbal, teniente general del ejército. Los tres Regentes que cesaban, Blake, Agar y Ciscar, fueron nombrados consejeros de Estado. La creación de este Consejo había sido hecha por decreto de 21 del propio Enero.

La nueva Regencia se dió en seguida un nuevo reglamento, por el que se concedió el tratamiento de Alteza y asignó el de Excelencia á sus individuos.

El 24 de Enero, declararon las Cortes benemérito de la patria á don Gaspar Melchor de Jovellanos y recomendaron su célebre informe sobre la Ley Agraria, como libro de enseñanza pública.

Substituyeron, además, las Cortes, por este mismo tiempo, la pena de horca por la de garrote, calificando la primera, en su decreto, de repugnante á la humanidad y al carácter generoso de la nación española. No acertamos á concebir menos repugnante ni vergonzosa la de garrote.

La obra trascendental de las Cortes fué la Constitución. Ocho meses, desde el de Agosto de 1811, preocupó este trabajo la atención de los legisladores de Cádiz. Un tomo de esta historia seria poco si hubiésemos de examinar con mediana detención las deliberaciones de que el proyecto fué causa.

Comparemos la obra de 1812 con la constitucional de todo el siglo.

Servirá por sí solo este estudio para dar idea de lo que fué la Constitución de Cádiz.

Por vía de apéndice, hallará el lector, entre los documentos que insertamos á la terminación del período de la guerra de independencia, los más importantes artículos de esa Constitución.

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Ochenta y nueve años van transcurridos desde que se promulgó la Constitución de Cádiz. Vamos á decir breve y concisamente los adelantos políticos hechos en tan largo período.

La Constitución de Cádiz era exageradamente religiosa. Empezaba en el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Declaraba religión perpetua de España la católica; prescribía que la Nación la protegiera por leyes sabias y justas, y prohibía el ejercicio de cualquiera otro culto. Limitaba, de consiguiente, á las ideas políticas la libertad de imprenta. Daba á los clérigos libre entrada en los comicios y las Cortes, les abría lugar en el Consejo de Estado y les respetaba el fuero de que venían gozando.

En esto los adelantos han sido notables. Prescindimos de la supresión de las comunidades monásticas y de la venta de los bienes de los dos cleros. La expresa prohibición de extraños cultos no pareció en ninguna de las sucesivas Constituciones. En la más conservadora, en la de 1845, se dijo sólo que la Nación se obligaba á mantener el culto y los ministros de la religión católica que los españoles profesaban.

Hasta la revolución de 1868 se penaba, sin embargo, en las leyes de imprenta todo ataque al catolicismo y su Iglesia. Reducíase la tolerancia á que no se persiguiese á nadie por las creencias ni las opiniones religiosas que privadamente profesase.

En la Constitución de 1869 se estableció paladinamente la libertad religiosa, bien que considerándola para los españoles poco menos que innecesaria. En ella se garantizó el ejercicio público ó privado de todos los cultos, sin otra limitación que las reglas universales de la moral y el derecho. Adoptóse como deducción lógica el matrimonio y el registro civiles, y se quiso secularizar los cementerios. La Restauración de 1874 vino desgraciadamente á interrumpir esta marcha. La situación actual es la siguiente: La religión católica apostólica romana es la del Estado. No cabe molestar á nadie por sus opiniones religiosas ni por el ejercicio de su culto, siempre que se guarde el respeto debido á la moral cristiana; pero no se permite sino á la Iglesia las ceremonias y las manifestaciones públicas. Paga la Nación el culto católico. Subsiste el registro civil para todos los españoles; pero el matrimonio civil sólo para los disidentes. Ha de tener cementerio civil todo municipio.

Distamos aún de la libertad verdadera. No la hay donde todos los cultos no viven bajo las mismas condiciones ni gozan de iguales derechos; donde para el uno está abierto el tesoro de la Nación, y para los demás cerrado; donde puede el uno públicamente manifestarse, y los otros ni siquiera inscribir sus nombres en el frontispicio de sus templos. Libertas quæ æqua non est, libertas non est, decía

con razón Marco Tulio. La libertad de cultos revela, por otra parte, que la religión ha perdido su carácter social, y es un simple hecho de conciencia. No es ya lógico ni racional que el Estado tenga ni pague religión alguna. No la tiene, no la paga hoy ni en los Estados Unidos de la América del Norte, ni en Méjico, ni en el Brasil, ni en muchas de las colonias británicas: de justicia y de imperiosa necesidad es que deje de tenerla en todas las naciones.

El Estado no ve sino ciudadanos, así en los nobles como en los plebeyos, así en los que se dedican á las letras como en los que ejercen artes mecánicas, así en los espiritualistas como en los materialistas, asi en los creyentes como en los ateos, así en los partidarios de la Monarquía como en los de la República; no hay razón alguna para que no los vea en los eclesiásticos, como en los seglares, en los sacerdotes ortodoxos, como en los heterodoxos, en los ministros de la iglesia católica, como en los de la sinagoga judía. Por no considerar tales á los sacerdotes católicos, al paso que del tesoro de la Nación les da anualmente 42.000,000 de pesetas y los exime de tributos, les cierra la entrada del Parlamento y aún la de las corporaciones populares; les priva del ejercicio de toda industria y les niega los santos goces de la familia.

Lo uno y lo otro es soberanamente injusto. Injusto que por razón de su oficio estén exentos de contribuir á las cargas del Estado; injusto que cobren del Tesoro, cuando no prestan á sus fieles servicio de que no exijan recompensa; injusto que, para retribuirles de las arcas públicas, se arranque un solo céntimo á los que con ellos no comulguen. Injusto también que se les prive de derechos políticos; que se les rechace de la industria y del comercio; que se les vede el matrimonic por votos de castidad moralmente nulos, de que sólo pueden ser responsables para con sus pontifices. El sacerdote sólo dentro de su iglesia debe ser sacerdote; fuera del templo no ha de ser sino ciudadano.

Vendrá, y no tarde, la completa separación de la Iglesia y el Estado, la absoluta igualdad de cultos, la consiguiente supresión de las obligaciones eclesiásticas, el reconocimiento de todos los derechos civiles y politicos para todos los hombres, la abolición de todos los privilegios.

Si en lo religioso anduvieron timidos los legisladores de Cádiz, no en lo político. Declararon libre é independiente la Nación; dijeron que la Nación no es patrimonio de familia ni persona alguna; afirmaron que en la Nación reside esencialmente la soberanía, y sólo á la Nación, por lo tanto, corresponde el derecho de establecer sus leyes fundamentales. Sentaron con esto el principio de la soberanía nacional, antes y después objeto de tantas controversias.

Han permanecido fieles al principio los progresistas. Las Cortes solas han decretado y sancionado las Constituciones progresistas de 1837 y 1869. En cambio no han admitido nunca esta soberanía los conservadores. La Constitución conservadora de 1876, por la que aún nos regimos, viene así encabezada: «Don Alfonso XII, por la Gracia de Dios, Rey constitucional de España, á todos los que la presente vieren y entendieren, sabed: que en unión y de acuerdo con las

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