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funesta nueva, que de ningun modo acertaba á creer; y negándose á embarcarse decia, que preferia la -muerte á la fuga. Bourmont le condujo casi por fuerza al navío del almirante Duperré, mientras el conde Ambrugeac hacia otro tanto con Ciscar y Vigodet; y traslados de alli á otro barco dieron la Sálvanlos los vela para Gibraltar, donde sin la hospitalidad inglesa hubieran perecido de miseria.

franceses.

(Ap. lib. 12. núm. 1.)

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Don Gaspar de Vigodet antes de admitir el cargo de regente en la noche del 11 de Junio habia manifestado al rey por medio de segunda persona el ánimo en que estaba de enviar su renuncia, y Fernando en una carta autógrafa, que conservaba el general, le mandó que no renunciase para no dar pie á que las Cortes nombrasen en su reemplazo algun enemigo suyo. Sumiso Vigodet á la orden del monarca admitió á la fuerza y con el fin único de ser útil al príncipe el destino de regente, y ahora se veía condenado á la pena capital por haber dispensado un favor, por haber prestado obediencia al mismo que fulminaba el rayo. Don Gabriel Ciscar, astrónomo y matemático insigne, el Caton español, que dos veces encumbrado á la regencia durante la guerra con Napoleon habia descendido del mando supremo sin aumentar su patrimonio en lo mas mínimo, sin ornar su pecho con una cruz, con un solo grado, consultó tambien en la misma noche la voluntad del monarca, que igualmente le ordenó aceptar el cargo de regente, so pena de incurrir en su indignacion. Y prófugo, confiscados sus bienes y sin oro, porque su íntegro y entero corazon lo habia despreciado, hubiera espirado de hambre en Gibraltar si lord Wellington no le hubiese concedido una pension para prolongar aquella existencia preciosa para la patria, que perdió por fin lejos del suelo natal (*). Tambien espidió el monarca una

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orden de prision y muerte contra el general don Francisco Ballesteros, que avisado á semejanza de los regentes se salvó embarcándose precipitadamente para nunca volver á la tierra patria. La compañía de alabarderos, que habia acompañado al rey á Cádiz y mantenídose en la disciplina y aventajada opinion que gozaba, quedó disuelta por decreto del mismo dia primero de Octubre á pocas horas de haber llegado la familia real al Puerto de Santa María, del mismo modo que en breve tiempo se licenció el regimiento de zapadores minadores. La regencia realista, que habia enviado al duque del Infantado, su presidente, para que se apoderara, del ánimo del rey, con quien estaba unido por los antiguos vínculos de lo pasado, le encargó que empeñara á Fernando en el plan de destruccion universal adoptado por ella y sugerido por el obispo de Osma; y el presidente de la regencia no necesitó grandes esfuerzos para mover un corazon ardiente de venganza. No quisiéramos hablar del de Osma, atizador furibundo de la discordia, y que contribuyendo con todos sus esfuerzos á la creacion de la sociedad secreta del Angel esterminador, preparó los dias de luto que lucieron en la banderizada monarquía. Tambien firmó el monarca apenas pisó el Puerto la orden para que las plazas fuertes que resistian todavía á las huestes del realismo les abriesen sus puertas y enarbolasen la bandera real.

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Apenas circuló por las provincias la nueva de la salida del rey, y de la sancion que habia impreso á los actos de la regencia de Madrid, desencadenóse en todas partes la. plebe tocando á rebato contra los liberales, alentada con el anatema lanzado contra ellos por el trono. Habia contenido hasta entonces á los menos osados el temor del rumbo que adoptaria el monarca; mas

Fuga precilesteros. pitada de Ba

Furor del vul- conocidos sus deseos, diéronse prisa los pueblos á go en los pue- satisfacerlos, apurando hasta las heces de la ven

blos.

ganza. Las cárceles, un tanto desahogadas con el ordenamiento de Angulema en Andújar, rebosaron otra vez de presos, encerrados por el capricho de - los voluntarios realistas ó de sus parciales. Los mismos que habian insultado en los dias de la revolucion á los ciudadanos pacíficos y cantado el trágala aclamaban ahora al rey absoluto, y atronaban los aires con sus furiosos gritos. Un pañuelo verde ó morado, un abanico del propio color bastaban para concitar á los revoltosos y arrastrar á su due. ño, de cualquier sexo que fuese, á los calabozos. Hasta las mugeres de los realistas se creían autorizadas para deprimir á las infelices esposas de los milicianos nacionales, y les prodigaban los nombres mas afrentosos y que mas lastiman los oidos de la virtud. Eclesiásticos ancianos é inocentes se veían arrebatados del lecho y sumidos en un encierro, donde pasaron años enteros sin tomarles declaracion, por haber obtenido el nombramiento de su curato en los maldecidos tres años, ó para colocar en lugar suyo algun corifeo furibundo de los que trocaron el breviario por el puñal. Con tan tristes obsequios celebraron las provincias la Hamada libertad de Fernando, reproduciendo de este modo los aciagos tiempos de Tiberio. Y mezclando á la crueldad y á la injusticia la deslumbradora hipocresía entonaban himnos de alabanza en los templos al Autor soberano de la naturaleza, y con la mano misma con que perseguian al inocente elevaban el holocausto. Todo era confusion y alegría: Fiestas públi- las salvas, los repiques, las fachadas de los conventos iluminadas y entretejidas de vistosas telas, el contínuo clamoreo de la muchedumbre, todo parecia anunciar el dia de laventura; y sin embargo no era sino un estruendo pasagero concitado

cas por la salıda del rey.

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por el realismo para que no se oyesen los clamores y los sollozos de cien mil familias proscritas, de la flor del saber y del valor atropellados por el sacudimiento espantoso de las pasiones furibundas. A las once de la noche llegó á Zaragoza la apetecida nueva; y á las doce veíase ya la ciudad iluminada, y un pueblo inmenso habia corrido á la iglesia de nuestra Señora del Pilar á tributar el debido homenage al Dios de los cielos cantando con férvido entusiasmo el Te-Deum. No pertenecen al siglo en que vivimos las escenas de aquella época: los españoles en su delirio retrocedieron á mas remota edad por un portento de la naturaleza.

(* Ap. lib. 12. núm. 2.)

El duque de Angulema hubiera querido en la Península un despotismo ilustrado y conciliador, porque como notaremos mas adelante, estos eran los deseos de la Santa Alianza, recelosa de que la licencia y la anarquía prolongasen la lucha, ó de que á impulsos del despecho resucitase la libertad. "Nosotros, dice Chateaubriand (*), no podiamos dar á España por fuerza un gobierno constitucional como el nuestro; deseábamos que lo adoptase resucitando sus antiguas Cortes, y usamos del derecho que teniamos de aconsejar." No concuerdan las palabras de Chateaubriand, ministro de Negocios estrangeros, con las de Martignac, comisario regio, cuando exagera las dificultades que habia. para establecer las formas representativas en nuestra patria (*). Con este motivo cuenta, que hallán- (* Ap. lib. 12. dose en una de las mas brillantes reuniones de Ma- núm. 3.) drid donde figuraban altos personages, y combatiendo la señora de la casa el proyecto de dar á España la carta francesa, dijo aquella á Martignac: "Quisiera saber, por ejemplo, de qué elementos se compondria en ese caso la cámara de los Pares. De la grandeza, respondió el comisario regio. De la grandeza? replicó la dama: vuelva

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Carta de Luis XVIII á Fernando.

usted los ojos á mi marido, y figelos usted en mi suegro, y si con esos materiales cimenta usted la cámara de los Pares, habrá construido un edi- i ficio sólido." Aludía el apóstrofe de la española á la Constitucion débil y raquítica de sus parientes y de algunos grandes; pero pasando por alto el desdoro y vileza de la que mancillaba á los suyos por solo defender el despotismo, cáusanos admiracion que el historiador francés quiera deducir de este hecho argumentos en favor del sistema seguido por su gobierno. Ni todos los grandes de España vivian entonces en Madrid, ni el espíritu se mide por las proporciones fisicas del individuo, ni los españoles de elevada esfera olvidaron sus deberes en la guerra de la independencia, ni en la que en estos momentos desgarra el seno de la patria. No obstante que el gabinete de las Tullerías desatendió su verdadera mision, que era desterrar para siempre del mando á los partidos estremos, y consolidar la union por medio de instituciones acomodadas á las suyas, no por eso echó en olvido los consejos de la prudencia y de la templanza. Luego que Luis XVIII se enteró del tortuoso rumbo que Fernando habia señalado á la nave del Estado ordenó que el embajador francés trabajase sin descanso para aplacar las vengativas miras del monarca hispano. Salido éste de Cádiz escribió al de Francia manifestándole su gratitud, y Luis XVIII, aprovechando la ocasion, le dirigió á últimos de Octubre la siguiente respuesta.

"Hermano mio. Uno de los momentos mas felices de mi vida fue aquel en que supe que el cielo habia bendecido mis armas, y que por los esfuerzos del digno gefe colocado á la cabeza de mis valientes soldados, de ese hijo de mi eleccion, honor de mi corona y gloria, de la Francia, habia V. M. recobrado el amor de los pueblos. La mano

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