Imagens das páginas
PDF
ePub

O'Higgins y el Araucano se dirigía en persecución de la Prueba y la Venganza, que estaban en Guayaquil.

Mientras tanto, La Serna, en su cuartel general de Jauja, no perdía momento en la tarea de reorganizar su ejército, logrando reunir á principios de 1822 uncs 9,000 hombres, distribuídos entre Bolivia, Arequipa, Cuzco y Huancayo. En Jauja había conseguido, con la cooperación de los indios, proveerse de toda clase de pertrechos para la nueva campaña, pues llegó hasta establecer pequeñas maestranzas ó ferrerías en donde recomponer su armamento y aun á fundir cañones con las campanas de los pueblos del contorno y curtir cueros para correajes, calzado, etc.

Teniendo en cuenta los achaques de Ramírez, general en jefe de operaciones con residencia en Arequipa, lo relevó, nombrando para substituirle al coronel Valdés, jefe de Estado Mayor, quien personalmente debía ponerse al frente del ejército que iba á salir á campaña. Por su parte y con objeto de estar más en contacto con las fuerzas del interior del virreinato, se trasladó en 1.o de Diciembre de 1821 al Cuzco, antigua capital de los incas, fijando alli su residencia y dejando en Jauja á Canterac al mando del grueso del ejército.

Al comenzar el año 1822 organizó San Martín una expedición al valle de Pisco, con objeto de apoderarse de esta rica comarca, así como de Ica, Nazca y demás pueblos vecinos. Puso al frente de las tropas que, en número de 2,300 hombres, debían dar cima á esta empresa al general don Domingo Tristán, ex jefe realista, y como jefe de Estado Mayor iba el ex realista coronel don Agustin Gamarra. Además, el famoso Arenales tenía encargo de amagar, con una fuerte columna, un ataque á la sierra en dirección á Jauja, con el fin de imposibilitar á Canterac de que acudiese en socorro de Pisco.

Sabedor La Serna de estos movimientos del enemigo, ordenó á Valdés que con una columna saliese de Arequipa en dirección á Nazca amenazando por el frente á Tristán, y al mismo tiempo, que Canterac con 1,600 hombres, seiscientos caballos y tres cañones marchase sobre Ica cortando así la retirada al enemigo. Tristán, advertido de estos movimientos y no creyéndose fuerte para resistir al empuje de Valdés y Canterac, llamó á Gamarra, quien con una columna se había destacado en dirección al citado pueblo de Nazca. Unidas las dos fuerzas de Tristán y Gamarra, se conceptuaban seguras, cuando en la noche del 9 de Abril de 1822 cayó sobre ellos Canterac, que á marchas forzadas había conseguido llegar á Ica, con tal impetu que, aunque la lucha se sostuvo por algún tiempo indecisa, bien pronto tuvieron que ceder los patriotas, sufriendo una derrota completa con pérdida de más de 1,000 prisioneros, 3,000 fusiles y gran parte de su impedimenta. Gamarra y Tristán, con algunas fuerzas, lograron refugiarse en Cañete, nó sin verse perseguidos por los soldados de Canterac, de quien es justo decir que con esta operación, más fecunda que su heroico viaje de Jauja al Callao, confirmó plenamente su fama de táctico y valeroso general.

Esta derrota produjo en el ánimo de San Martín una gran impresión, pues

comprendía que el enemigo no estaba tan postrado y maltrecho como él suponía, y no era difícil pensar que tras una tan gran derrota se eclipsase para siempre la estrella de su gloria. Llevado de este estado de ánimo, se entregó contra los españoles residentes en Lima á represalias que produjeron graves trastornos en la hermosa capital. Sobre todo, después de la derrota de Tristán en Ica estas represalias se convirtieron verdaderamente en crueldades y vejaciones, de tal clase, que los españoles residentes en territorio ocupado por republicanos tenían á cada momento suspenso sobre sus cabezas un decreto de destierro, confiscación ó muerte por la más leve contravención á las órdenes del Protector.

Estas violencias de los republicanos alcanzaron un mayor recrudecimiento. desde que San Martín delegó el poder civil en el Marqués de Torre-Tagle, quien tenía un ministro, llamado Monteagudo, que como primera providencia dictó un bando prohibiendo reunirse á los no naturalizados en ningún sitio ni público ni privado en mayor número de tres.

No podemos menos de copiar algunos párrafos de las Memorias de Gonzalo Bulnes sobre este punto. No queriendo ensombrecer demasiado el cuadro con espantables relatos de escritores españoles como Torrente, González y otros, preferimos acudir á los relatos del citado Bulnes que, como americano, ha de ofrecernos en este pasaje mayor garantia de veracidad.

<< Poco después, dice Bulnes, ordenó (Monteagudo) recoger á todos los españoles para enviarlos al extranjero. Lima guardó por largo tiempo el recuerdo de este acto inhumano. Los más tiernos sentimientos de familia fueron desgarrados, los padres fueron separados de sus hijos y de sus mujeres, y salieron de Lima á pie, bajo escolta, en medio del lamento de innumerables personas que se despedían de ellos como si se les condujera al patibulo. La mayor parte eran ancianos ó niños, porque los jóvenes habian huido oportunamente. Se les embarcó en un buque que llevaba el nombre de Monteagudo y les condujo á Chile.»

Luego sigue: « Les impuso en Abril un cupo de guerra de 120,000 pesos y en Mayo les sacó otro de 250,000.

» Entonces dictó un decreto cuya parte substancial dice así:

» 1.° Ningún español, con excepción de los eclesiásticos, podrá usar capa ó capote cuando salga á la calle, debiendo andar precisamente en cuerpo, bajo la pena de destierro.

» 2.o Toda reunión de españoles que pase de dos individuos queda prohibida en todas partes, bajo la pena de destierro y confiscación de bienes.

» 3.o Todo español que salga después del toque de oraciones incurrirá en la pena de muerte.

» 4. Todo español á quien se le encontrare alguna arma, fuera de las precisas para el servicio de la mesa, incurrirá en la pena de confiscación y muerte. Sólo se exceptúan de estos artículos los que tengan carta de ciudadanía ó una excepción firmada por mí.

» Los artículos siguientes creaban un tribunal ad hoc para juzgar sumaria

mente á los españoles, con facultad de allanar sus casas, poniéndoles en el hecho fuera de la ley.

» La persecución de la ley no fué la peor de las injurias que tuvieron que soportar. Monteagudo se gozaba en hacer insoportable la vida. Toda perfidia era lícita contra ellos; toda crueldad permitida.

De cuantos incidentes caracterizaron aquella cruel persecución, ninguno más horrible que el ocurrido á treinta españoles pudientes que habían fletado un buque para que los llevara al extranjero. Habían salido con pasaporte del Gobierno y con la obligación de no tocar en ningún puerto del Perú. Los defensores de Monteagudo dicen que á la altura de Quilca se sublevaron, exigiendo que se les condujera á la costa para incorporarse en el ejército de Arequipa.

» Agregan que cerca de tierra se encontró un buque inglés de guerra á quien pidió protección al capitán de la embarcación sublevada, y que entrambos echaron á los españoles á los botes y los dejaron en alta mar, á merced de las olas.

» Cuesta creer que el comandante de un buque de guerra haya cometido un acto tan infame, y es más verosímil suponer que el capitán del buque mercante buscase la oportunidad de cometer el crimen. Es el hecho, que los desgraciados españoles quedaron en alta mar sin víveres y entregados á su espantosa suerte. Atormentados por el hambre y enfurecidos por la sed, mataron á sus compañeros más débiles y se desalteraron con su sangre. La imaginación se estremece al pensar en las escenas ocurridas á bordo de la lancha. Veinticinco murieron en la travesía; los restantes se alimentaron con sus cadáveres; dos, extenuados como sombras, murieron antes de recibir los auxilios del capitán del puerto de Santa donde recalaron, y los tres sobrevivientes quedaron como vivo ejemplo de los rigores de la política inhumana que los condujo á aquel extremo.

>> Por estos medios se ausentaron los españoles del Perú, y Monteagudo pudo exclamar en són de elogio y con satisfacción: «Cuando el ejército libertador llegó á las costas del Perú existían en Lima más de diez mil españoles distribuidos en todos los rangos de la sociedad, y por los estados que pasó el presidente del departamento al ministerio de Estado, poco antes de mi separación, no llegaban á seiscientos los que quedaban en la capital. Esto es hacer revolución, porque creer que se puede entablar un nuevo orden de cosas con los mismos elementos que se oponen á él, es una quimera.»

Estas palabras de Monteagudo recuerdan una frase célebre en los fastos de la crueldad humana. «La paz reina en Varsovia.» Es donosa la manera de instaurar un régimen aniquilando todo vestigio anterior.

Todas estas crueldades, así como la derrota de Tristán, comenzaron á minar el prestigio del Protector, por lo cual trató de buscar una alianza con el gran Bolívar, que por aquel entonces había sido proclamado presidente de Colombia. Tres puntos principales tenian que dilucidar los dos grandes caudillos de la independencia americana: primero, la forma de gobierno que definitivamente debían establecer en los nacientes Estados; segundo, la suerte que el microscópico Estado

1

de Guayaquil debía alcanzar, pues ambos generales querían anexionarlo á su respectivo territorio; y, por fin, la devolución en la forma más conveniente de los 1,200 hombres que á las órdenes de Santa Cruz habían servido de poderoso auxiliar á la total independencia de Colombia, decidida en la batalla del Pichincha. Sabiendo el Protector que Bolívar se hallaba en Guayaquil, decidió ir à verlo allí, y al efecto embarcó el 14 de Julio con dirección á aquel puerto. El 25 del mismo mes llegó al término de su viaje encontrándose con la desagradable sorpresa de que los guayaquileños y Bolívar habían llegado ya á un acuerdo definitivo de anexión de su terrritorio á Colombia.

Bolívar, con grandes muestras de regocijo salió al muelle á esperar á San Martín, á quien abrazó al desembarcar conduciéndolo á su residencia y dando en su honor un banquete en el que al parecer reinó la mejor armonia.

Terminada la comida, los dos generales se retiraron á conferenciar reservadamente. Nada ha podido averiguarse de lo que entre ellos pasase. No debió ser sin duda muy cordial la entrevista, á juzgar por la carta que el Protector escribió á su amigo don Tomás Guido, en que le decía: «Bolívar y yo no cabemos en el Perú; he penetrado sus miras arrojadas; he comprendido su desabrimiento por la gloria que pudiera caberme en la prosecución de la campaña. El no excusaria medios, por audaces que fueran, para penetrar en esta república seguido de sus tropas, y quizás entonces no me sería dado evitar un conflicto á que la fatalidad pudiera llevarnos, dando así al mundo un humillante escándalo.»

Lo indudable es que tenían los dos generales temperamentos incompatibles: San Martin, frío, prudente, sereno; Bolívar, locuaz, fogoso y enérgico. El primero, enamorado de las instituciones monárquicas, trataba de fundar reinos donde Bolivar, entusiasta de la forma republicana, aspiraba á formar una confederación democrática. Además, Bolívar sentia cierto desprecio por los hombres del Sur y, encantado por el ardor y entusiasmo de sus soldados, no creía capaces á chilenos, argentinos y peruanos de llevar à cima empresas como las que él había realizado en Centro América.

Así es que de la conferencia de Guayaquil sólo sacaron ambos generales la impresión personal reciproca de que San Martín era un hipócrita con sus alardes de fingida modestia y que Bolívar era un infatuado ambicioso con ribetes de despectiva compasión para todo lo que no fuese su persona y sus soldados.

Volvió, pues, San Martín á Lima. Habían allí ocurrido durante su ausencia cosas notables.

El despótico Monteagudo era ya objeto del odio de los mismos patriotas, que no podían ver con calma las tiranías y crueldades que empleaba sin fundamento alguno con los españoles. El jefe del partido antiministerial era el propio presidente de la provincia de Lima, Riva Agüero, hombre de quien dijimos que unía á su gran talento dotes políticas verdaderamente dignas de elogio. Aprovechando Agüero la ausencia de San Martin, protector decidido de Monteagudo, logró sublevar al populacho de Lima y, puesto á su frente, se presentó en manifestación

ante el cabildo, exigiendo que apoyase los deseos del pueblo, que consistían en la deposición y destierro del ministro Monteagudo. Hizo el ayuntamiento suya la causa de los manifestantes y representó al supremo delegado Marqués de TorreTagle, la necesidad de la deposición.

Torre-Tagle convocó á las demás autoridades, à la Junta suprema de justicia y al Consejo de Estado y, previo el informe unánime de estas corporaciones, fué destituído el ministro, quien por su parte se

había apresurado á dimitir el cargo, en vista de la actitud amenazadora de los amotinados. Pero el cabildo, puesto á pedir, no se contentó con la destitución de Monteagudo, sino que exigió también su destierro, viéndose Torre-Tagle obligado á expulsarlo del territorio del Perú, de donde salió con dirección al Ecuador en 30 de Julio de 1822.

Así fué que cuando San Martin volvió de su excursión á Guayaquil se encontró con que Lima estaba medio sublevada, que el ministro de Estado, Monteagudo, iba camino del destierro y que Torre-Tagle se veía apurado para contener las osadías de los amotinados.

Sin duda alguna, el mal resultado de su entrevista con Bolívar y los conatos de anarquía que se notaban en el Perú le determinaron á poner por obra su largo tiempo

[graphic]

Torre Tagle.

acariciado proyecto de retirarse á la vida privada. Con efecto: reunido por fin el 20 de Septiembre el Congreso que en Diciembre anterior había sido convocado para el mes de Mayo, se presentó á él San Martín rodeado de toda la pompa de la soberanía, cruzando su pecho la banda tricolor y ostentando en la guerrera de su uniforme de general de división la placa de caballero Gran Maestre de la orden del Sol.

Ante aquel concurso de diputados y altos funcionarios de la administración, hizo renuncia de todos sus cargos y honores, retirándose momentos después á su hacienda la Magdalena, próxima á la capital. Dos horas después, una comisión del mismo Congreso pasó á dicha finca á comunicarle el acuerdo del pueblo soberano del Perú, que había decidido nombrarle generalísimo de los ejércitos de la nación. Pero San Martín, ó pretendía más ó no aspiraba ya á nada, y aunque aceptó el honor que se le hacía no quiso aceptar el cargo, insistiendo en la total renuncia de sus poderes.

Admirada la asamblea por la entereza y abnegación del ex Protector, votó por unanimidad en sesión extraordinaria los acuerdos siguientes:

« AnteriorContinuar »